sábado, 24 de agosto de 2013

LA ESCAPADA: ASIA CENTRAL

ASIA CENTRAL:
POR LOS DESCONOCIDOS DOMINIOS DE TAMERLÁN Y LA RUTA DE LA SEDA

Me he sentido profundamente fascinado por la lectura reciente de los libros de viajes de Fernando López-Seivane “Viaje al silencio” y Colin Thubron “El corazón perdido de Asia”, describiendo sus peripecias por las antiguas repúblicas soviéticas del Asia Central. Aquellos extraños “Stán” de los que tan poco conocemos en Occidente y que fueron en tiempos tierras que vieron florecer imperios legendarios, aparecer por allí a singulares personajes como Alejandro Magno, Marco Polo o Rui González de Clavijo e invasiones temibles de razas temibles: hunos, mongoles, turcos, cosacos, tártaros y rusos.
Espacio histórico para el refinamiento y la crueldad, a caballo entre el mundo cristiano representado por Rusia, el islam de Persia, Afganistán y Turquía y el budismo y confucianismo de India y China, Asia Central vive hoy momentos de zozobra económica y política tras la caída del ente supranacional al que pertenecía, la URSS, pero cuenta con el refugio inmenso de las huellas de los kanatos que en ella existieron, las religiones paganas surgidas en ella -como el zoroastrismo- o las ciudades legendarias de la ruta de la Seda que alberga, como Samarkanda.

Alejandro Magno, la Sogdiana y el zoroastrismo.
Asia Central es un territorio tan extenso como toda Europa Occidental, pero a la vez sumamente despoblado. Al norte, se extienden las estepas de Kazajistán; al suroeste, los desiertos del Kizilkum (arenas rojas) y el Karakum (arenas negras). Según avanzamos hacia el este, las cadenas montañosas de Alai y del Pamir (en la imagen inferior), donde nacen los dos grandes ríos que atraviesan estos territorios, el Amu Daria (al sur) y el Sir Daria (algo más al norte) y desembocan en el mar Aral configuran un paisaje más amable, de cultivos y valles como el indómito valle de Fergana, en Uzbekistán, o los impresionantes glaciares y cumbres de nieves perpetuas de Tayikistán.

La colonización ruso-soviética, sin embargo, transformó duramente, como veremos con posterioridad, el paisaje de estos países, introduciendo industrias y el cultivo del algodón, que alteró el curso de los ríos Amu Daria y Sir Daria e introdujo graves problemas ecológicos como fue el progresivo descenso del volumen del mar Aral. Pero en los tiempos antiguos, la Transoxiana (bautizada así por ser las tierras que quedaban más allá del río Oxus, nombre antiguo del Amu Daria) era una tierra de secretas civilizaciones como la sogdia, ubicada en la meseta del Pamir, en lo que hoy es Tayikistán, que al ser descubierta por los ejércitos de Alejandro Magno encontraron un modo de vida muy parecido a una sociedad comunista, en la que la pobreza estaba erradicada o los bienes eran comunales. Así que cuando los bolcheviques llegaron, más de tres mil años después, poco podían enseñar a unos tayikos descendientes de aquellos sogdios que ya sabían lo que era una sociedad sin clases.
En su marcha hacia la India, Alejandro de Macedonia fue el primer gran conquistador de Asia Central, de la Transoxiana de la antigüedad. Una tierra surcada de leyendas, vinculadas muchas de ellas al islam, que posteriormente se desarrollaría a partir de la islamización de los mongoles y las invasiones turcas, como la fundación de la ciudad de Andiyán, en el valle de Fergana, por el rey Salomón (Suleimán) o la presencia del cuerpo del profeta Alí, mártir de los chiíes, en el mismo suelo uzbeko. Más antigua aún es la que atribuye a Asia Central y no a Persia el nacimiento del zoroastrismo, si bien los límites entre ambos, en aquella época, estaban un tanto borrosos.


Las incursiones mongolas, la Ruta de la Seda y el nacimiento de los kanatos.
 Hunos, suevos, alanos, vándalos o magiares, en sus incursiones hacia Europa y el imperio romano, empujados por el hambre o por pueblos que les sometían a una presión similar a la que ellos ejercieron sobre la Roma en decadencia, pasaron por la Transoxiana. Efímeros imperios, como los sasánidas y los samánidas, se forjaron en aquellas tierras y comenzaron a fundar ciudades, al mismo tiempo que en otras partes sus habitantes se organizaban en clanes y tribus dedicadas al pastoreo nómada, que nunca dejó de existir hasta la colectivización y la sedentarización forzada de los años de Stalin.
Las pocas centurias de tranquilidad que pudieran existir se vieron pronto alteradas por las incursiones de la guerrera raza de los mongoles. Su táctica bélica y su despiadada crueldad llevaron a este pueblo, al mando de Gengis Khan, con ayuda de mercenarios turcos (de gran influencia en su islamización) a conquistar Asia Central, la India, poner en serios aprietos a los turcos seljúcidas, impedir la reconquista musulmana de Tierra Santa en los años de las cruzadas y amenazar la precaria situación de la Europa medieval. Si de Atila se decía que por donde pasaba no volvía a crecer la hierba, de Gengis Khan podía decirse que no volvían a crecer las piedras, pues ciudades enteras como Samarkanda quedaron arrasadas.
De esta época podía decirse que comenzó la configuración “nacional” de los futuros estados de Asia Central. Una configuración precaria, pues la identificación étnica de los estados no comenzó sino en fechas muy recientes, con la política estalinista de asignación de un país (una república soviética) a una etnia, siendo algo que en los tiempos anteriores no ocurría con kanatos multiétnicos y asociaciones de clan y tribu que aún hoy continúan en los recientes estados independientes y que es, en cierto modo, un obstáculo para su desarrollo democrático. Algunas hordas mongolas, la Gran Horda, la Horda Media y la Pequeña Horda, se instalaron en las estepas de lo que hoy es Kazajistán. Allí, con el tiempo, se formaría, el kanato de la Horda de Oro. Muchos kazajos siguen hoy distinguiéndose en función de su pertenencia a una de las tres hordas.
De Kazajistán, precisamente, surgiría una disidencia en las hordas mongolas que llevaría a la posterior formación de otra etnia y luego de otro estado, en función de la política de nacionalidades de Stalin. Capitaneados por un jefe llamado Usbeq, los mongoles de esta horda disidente se desplazaron hacia el sur y formaron su propia sociedad. De este Usbeq surgirían los uzbekos, base étnica mayoritaria del actual Uzbekistán. Absorbidos por el imperio multiétnico de Timur Leng (más conocido en Occidente como Tamerlán) o imperio timúrida, cuya capital era la ciudad de Samarkanda, la horda de Usbeq y Tamerlán constituyen la base nacional del actual estado uzbeko.
Tamerlán (a la izquierda, su mausoleo en Samarkanda), de cuyo imperio nos llegaron a los españoles las crónicas del enviado castellano González de Clavijo, combinó la crueldad con el refinamiento. Su justicia implacable y su sed de ampliar sus fronteras hacia territorio persa y afgano se combinaron con la presencia en la corte de matemáticos, astrónomos, poetas y artistas. Rey islámico que no obstante combinaba las prácticas paganas como la astrología para saber el momento propicio en el que salir al campo de batalla, reconstruyó Samarkanda y protegió a artistas como Navoi, tenido como el fundador de la literatura uzbeka.
Samarkanda, Kokand y el valle de Fergana se convirtieron en puntos estratégicos de la Ruta de la Seda, y por todo el imperio timúrida se sucedieron comercios, posadas y caravansares. Este esplendor del imperio de Tamerlán se apagó cuando los portugueses doblaron el cabo de Nueva Esperanza y la ruta marítima se convirtió en más segura que la ruta terrestre, infestada de guerras e inestabilidades.
Tras la desmembración del imperio timúrida, surgieron kanatos o reinos cuya base fue el islam y la multietnicidad. Entre tres se repartieron la Transoxiana: los de Jiva al oeste, Bujara al sur y Kokand al este, en el valle de Fergana. Estos tres kanatos, en los que se sucedieron gobernantes débiles, otros crueles y otros más ilustrados y liberales, tuvieron que hacer frente a tres enemigos: por un lado, las tribus turcomanas (que hoy habitan en el actual Turkmenistán), belicosos nómadas de origen turco cuyas incursiones por el sur no dejaron de crear quebraderos de cabeza; por otro, los ejércitos de la Rusia zarista, deseosos de ampliar sus fronteras y contar con un imperio colonial al modo de las naciones occidentales y de contrarrestar el dominio británico en la India y Afganistán; y por último el imperio de los turcos otomanos, cuya influencia a la hora de querer crear un estado panturco, si bien debilitada con el tiempo, no deja de ser desdeñable incluso hoy día en círculos intelectuales de los nuevos estados, deseosos de poder crear un Turkestán que abarque desde Estambul a Xinjiang, hogar de los uigures chinos.
Quien acabaría finalmente absorbiendo estos kanatos sería Rusia, primero mediante la creación de protectorados y finalmente absorbiendo, por vía de la sovietización, estos estados multiétnicos, que fueron fragmentados en repúblicas en las que la composición étnica fue la clave para la creación de entidades nacionales antes inexistentes.

El dominio ruso y la sovietización de Asia Central.
Aproximadamente en la década de los setenta del siglo XIX, los kanatos de Jiva (ver foto inferior), Bujara y Kokand fueron absorbidos “de facto” por la Rusia zarista. Las campañas de los generales rusos, la firma de tratados con los emires locales y la construcción de nuevas ciudades (Alma-Ata, Tashkent, Karaganda) y vías de comunicación llevaron a que cada vez se hiciera más patente la presencia rusa. Al mismo tiempo, los levantamientos y las campañas guerreras contra ese dominio ruso fueron aplastados casi sin contemplaciones y sin bajas por los ejércitos del zar, cuyos súbditos, tanto en este como en la época de la URSS contemplaron su presencia en Asia Central con los mismos ojos de “misión civilizadora” con los que los europeos occidentales comprendían su presencia en África o Extremo Oriente.
Kazajistán fue comprendido dentro del llamado “Gobierno de las estepas”, de administración directa por el gobierno zarista. El resto de Asia Central conservó un cierto grado de autonomía. Este panorama cambió de forma sustancial con la revolución bolchevique y la guerra civil rusa. La ciudad de Tashkent se convirtió en el foco bolchevique de la región. Los comunistas musulmanes, deseosos de poder crear un Turkestán unido y socialista, pronto verían truncadas sus expectativas con la división artificiosa de Stalin -comisario de las nacionalidades en el soviet revolucionario de Petrogrado-, creada en cierto modo para evitar las tendencias independentistas que pudieran derivarse de la idea del Turkestán.
Pero antes de eso, los musulmanes de Kokand, traicionados en su llamamiento al diálogo invocando a Lenin y viendo su ciudad invadida y bañada en sangre por los bolcheviques -todos ellos europeos- del soviet de Tashkent, decidieron levantarse contra ellos y formar la guerrilla basmachi, alineándose contra el Ejército Rojo en la guerra civil. Durante los años de 1918 a 1921, los tres años temibles del conflicto entre rojos y blancos, los basmachi pelearon contra la presencia ruso-bolchevique, siendo barridos finalmente por el general bolchevique Mijaíl Frunze, nacido en Kirguistán de padres europeos. Frunze, en una ironía del destino, acabó dando nombre a la capital de la república kirguís (Bishkek antes y después de la época soviética), quedando en la memoria de aquellos a quienes había conquistado.
Vencidos los basmachi y perdida la fe de los comunistas musulmanes que deseaban la unión del multiétnico Turkestán, Stalin llevó a cabo entre 1924 y 1928 la división del Asia Central soviética en base a un criterio lógico desde el punto de vista étnico (un pueblo, una nación), pero ilógico e insensato desde el de la historia y la geografía. Uzbekos, turcomanos, kazajos, kirguisos y tayikos no tenían desarrollada una identidad nacional como podían tenerla armenios, ucranianos o georgianos. En algunos casos, como en el del kanato de Bujara con tayikos y uzbekos, vivían mezclados y sin distinción de comunidad. En otros, tenían más presente su familia ampliada o su tribu en la memoria colectiva antes que su pertenencia a un grupo étnico o nacional. Y la división trazada por el comisario y futuro líder de la URSS llevó a decisiones cuanto menos dudosas, por no decir arbitrarias o disparatadas.
En primer lugar, a la hora de que alguien se definiera como uzbeko, tayiko… muchos podían verse obligados por esta decisión a abandonar su lugar de origen, la ciudad donde desde generaciones había habitado su familia, etc. y desplazarse a la república homónima, situada a cientos o miles de kilómetros. Por eso, no fue extraño que tayikos de Samarkanda o de Bujara optaran por definirse como “uzbekos” o que uzbekos de Osh (Kirguistán) se dijeran kirguisos. Por este motivo, aún hoy, y pese a que la mayor parte de las repúblicas están habitadas en más de un 60 por ciento por sus etnias homónimas (la única posible excepción es Kazajistán, donde existe un cierto equilibrio entre kazajos y rusos, además de alemanes, coreanos y otros), existen desequilibrios que afectan a la propia inestabilidad interna de las jóvenes naciones. Samarkanda y Bujara pertenecen a Uzbekistán, pero están habitadas mayoritariamente por tayikos, lo que ha causado que la vecina república de Tayikistán se vea privada de ciudades y de una clase urbana e intelectual que habría podido otorgar estabilidad al país. Al mismo tiempo, en Tayikistán, el 25% de la población es uzbeka, y existen importantes contingentes de estos en Kirguistán, sobre todo en la ciudad de Osh, donde en 1990 hubo sangrientos enfrentamientos con los kirguisos relacionados con la vivienda y los servicios públicos.
Otras etnias se han visto igualmente afectadas por esta política arbitraria para trazar fronteras. Los judíos de Bujara y Samarkanda prefirieron, por ejemplo, identificarse como uzbekos antes que como judíos (que no es un grupo étnico, sino religioso) para no tener que ser desplazados a la república autónoma judía creada en los confines de Siberia, perdiendo de este modo contacto con su pasado y su vida cotidiana. Y los tártaros, que llevaban cientos de años establecidos en la parte occidental del Caspio, no tuvieron una república soviética, sino una mera república autónoma en el interior de Rusia, por el mismo temor a su independentismo que generaba la idea del Turkestán.
De igual modo que una etnia generaba un país, había que generar una lengua. Cada grupo tenía una lengua, pero estas lenguas no eran sino en muchos casos dialectos o derivaciones del turco (turcomano, uzbeko, kazajo) o del persa (tayiko, azerí). Las cábalas y correcciones para pasar del alfabeto latino al cirílico y viceversa o la creación de neologismos derivados del ruso deben figurar en la antología del disparate de cualquier historia de la Humanidad. Igualmente, la creación artificiosa de una historia nacional y su integración en un corpus ruso -a la que ahora en cierto modo se le está dando la vuelta para crear a marchas forzadas una historia patria desprovista de elementos coloniales ruso-soviéticos- dieron lugar a extrañas mezcolanzas artísticas (en pintura, literatura, arquitectura) de realismo socialista y elementos orientales que salpican, aún hoy, la vista del visitante de Ashjabad, Tashkent, Alma-Ata o Dushanbé.
Con todo, si al menos la creación, aunque algo falsa, de una idea nacional que puede y debe ser reparada a fin de que se exhiba la verdad de la misma, puede tener sus puntos positivos -al permitir identificar el islam, el tribalismo, las incursiones de diferentes pueblos, los kanatos, los imperios antiguos y modernos como el sogdiano, el samánida o el timúrida como puntos de conciencia nacional, si bien comunes, en las nuevas naciones- lo más grave para el día a día de las nuevas naciones es la herencia soviética en forma de degradación política y medioambiental. La escasez de principios y formas democráticas de los nuevos estados, contaminados por formas antiguas (pervivencia del KGB local, perpetuación de los antiguos comunistas con nombres nuevos bajo el paraguas de partidos presidenciales, regímenes personalistas con ocurrencias absurdas como las de Niyazov en Turkmenistán, autoproclamado Turkmenbashi o “padre de los turcomanos”) y la política económica que supuso la aparición de mafias como la de Rashídov en Uzbekistán, el abuso de las presas y canales de los ríos Amu Daria y Sir Daria para el cultivo del algodón, las pruebas nucleares en Kazajistán o las industrias altamente contaminantes de Karaganda o Fergana han depauperado muchas de las posibilidades de estos nuevos países. Los efectos de estos clanes políticos (y no decimos mal, pues muchos de ellos no dejan de estar vinculados a clanes familiares o a tribus que ostentaron secularmente el ejercicio del poder; de hecho, Nursultán Nazarbayev, el presidente kazajo, pertenece a la Gran Horda) y esta degradación del entorno son tan devastadores como puede serlo una mala aplicación de la liberalización económica, que ocurrida después de la caída de la URSS y la Perestroika gorbachoviana sumergió a estos países y a otros de la extinta Unión a graves problemas económicos, a la pobreza de muchos habitantes, al desabastecimiento y la inflación.
El desarrollo de estos países tuvo parte de milagro y de tragedia. La industrialización, la urbanización y la producción a gran escala se produjo en medio de un contexto de colectivización forzosa, deportaciones y asesinatos. En la década de los treinta miles de personas, como en toda la URSS, fallecieron víctimas de las purgas de Stalin, las deportaciones o las condiciones de vida existentes en los campos de trabajo. La enseñanza y práctica del islam fueron proscritas, y hasta el sufismo fue perseguido por ser considerado como subversivo. La época de Jruschov trajo una cierta liberalización, aunque esta no llegaría a ser completa hasta la llegada de Gorbachov y la Perestroika. Breznev y sus aliados, tras el golpe interno que depuso a Jruschov, alimentaron la llegada de personajes oscuros y corruptos también en el Asia Central, como el primer secretario uzbeko, Rashídov, que llegó a hacerse con un buen capital gracias a manipular los números de la planificación del algodón.
Gorbachov, sin quererlo, abrió la lata de las denuncias de la corrupción, la explosión de las pasiones nacionalistas y pulverizó un imperio que, pese a su empeño, se demostró imposible de recuperar. Quizá, como aseguran algunos, no fuera un fracaso del comunismo, pero sí un fracaso de un modo de comunismo que había combinado incompetencia, ambiciones personales y colonialismo, en una mezcla explosiva que, al detonarse, dejó desamparado y al mismo tiempo con la necesidad de seguir su propio y nuevo camino a unas nuevas naciones cuyo futuro está casi tan por escribir como su pasado.

Los nuevos estados: quiénes y cómo son.

Kazajistán es el más grande de todas estas recientes repúblicas. Situado al sur de Rusia y al norte de la antigua Transoxiana, tiene su capital en Astaná (anteriormente denominada Alkmola), ciudad a la que se desplazó la administración desde la sureña Alma-Ata por decisión del presidente Nazarbayev, deseoso tanto de alejarse de la influencia de su red clientelar como de acercarse a la parte del país con mayor presencia rusa (los rusos son la minoría étnica más numerosa de Kazajistán, muy cerca de los kazajos). Los orígenes de los kazajos hay que situarlos en las invasiones mongolas y en el kanato de la Horda de Oro. Sometidos por Rusia en el siglo XIX, centuria en la que se fundó el Gobierno de las Estepas, los kazajos han sido tradicionalmente un pueblo nómada y ganadero, que sólo recientemente se ha sedentarizado y ha comenzado a habitar en ciudades industriales (Karaganda, Alma-Ata) o en granjas colectivas. Es, junto con Uzbekistán, uno de los aliados más firmes de las potencias occidentales en la zona, cuyos contactos son de importancia capital para la administración kazaja en la exportación de los recursos naturales del país.

Uzbekistán reúne en su territorio la mayor parte de las huellas de acontecimientos históricos de Asia Central. En él se encuentran la supuesta tumba de Alí, la ciudad de Andiyán fundada por Salomón, las capitales de los kanatos de Jiva, Bujara y Kokand o la cuna del imperio de Tamerlán. Los uzbekos llegaron desde el oeste del actual Kazajistán, liderados por el mongol disidente Usbeq. Convertidos al islam y fuertemente influenciados por los turcos, formaron parte aquí y allá de los kanatos multiétnicos hasta que en 1924 Stalin creó la RSS de Uzbekistán, con capital en Tashkent, una ciudad fuertemente europeizada que hoy lo sigue siendo. Tras la independencia, un viejo apparatchik del PC uzbeko, Islam Karimov, se convirtió en presidente del país, gobernado sin mucha diferencia con respecto a los viejos métodos soviéticos.

Turkmenistán o país de los turcomanos es un extenso país dominado por los desiertos del Karakum (arenas negras) y el Kizilkum (arenas rojas), salpicado aquí y allá por cadenas de oasis. Los turcomanos son un histórico pueblo de bravos nómadas de origen turco que fueron forzosamente sedentarizados en la época de Stalin. Presumen de poseer bellos caballos y esplendidas alfombras, ornadas con motivos como el que forma parte de la bandera del país. Hoy en día, una de sus principales fuentes de riqueza es el gas de su subsuelo. Su capital es Ashjabad. Recientemente ha fallecido su presidente vitalicio, Saparmurat Niyazov, alias “Turkmenbashi” o padre de los turcomanos, un líder entregado al culto a la personalidad de tal manera que llegó a cambiar los nombres de los meses o de las ciudades con su nombre. No en vano, muchos se fijaron en él cuando Sacha Baron Cohen hizo recientemente su filme “El dictador”.

Tayikistán reparte su población no sólo entre la república homónima, sino que existen tayikos repartidos por Uzbekistán, Afganistán e Irán. Los tayikos son una excepción con respecto al resto de pueblos de Asia Central, pues si bien los demás tienen un origen turco-mongol, los tayikos son un pueblo persa étnica y lingüísticamente. De hecho, tienen a gala denominarse como los auténticos persas. El país se enclava en las montañosas cumbres del Pamir, donde en la Antigüedad floreció la civilización sogdia que deslumbró a Alejandro Magno. Su capital es Dushanbé, un antiguo pueblo que creció tras la llegada del ferrocarril en 1929. La independencia de la URSS en 1991 trajo consigo una cruenta guerra civil entre el gobierno excomunista y la alianza entre demócratas liberales y el Partido del Renacimiento Islámico, en la que se mezclaron conflictos tribales latentes que no son ajenos a otras repúblicas. Tropas de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) capitaneadas por los rusos llegaron en 1992 para controlar una situación que provocó 20.000 fallecidos y millares de desplazados y que sólo se estabilizó con la firma de la paz en 1997. Tayikistán se enfrenta hoy a los retos del desarrollo, de sacar de la pobreza a amplias capas de población y a hacer frente al tráfico de drogas que entra en su territorio procedente del vecino Afganistán.

Kirguistán está situada en el extremo oriental de Asia Central, próxima a China. Tiene su capital en Bishkek, la antigua Frunze soviética, en cuya academia se formaron los principales jefes militares de la URSS. Los kirguisos conservan muchos rasgos mongoles que les emparentan con los uigures de la provincia de Xinjiang, al otro lado de la frontera, y que determina su origen étnico. Su islamismo es muy moderado, y está entremezclado con rasgos de chamanismo y de religiones primitivas mongolas. Los kirguisos, al igual que los turcomanos o sus vecinos kazajos, desarrollaron una actividad ganadera nómada que aún hoy y pese a los años de sovietización se ha conservado más pura e intacta que en los demás países. Tras la independencia, Kirguistán tuvo un presidente que no pertenecía a la nomenklatura del Partido Comunista local, pero que presentó las mismas tendencias dictatoriales que en el resto de la región. Una revuelta popular en Bishkek acabó en 2005 (la "revolución de los tulipanes") y otra posterior en 2010 contra el nuevo presidente Bakíev abría esperanzas a la democratización en un país que había de derrocar los gobiernos a base de revueltas populares. Esta segunda revolución, capitaneada por una nueva presidenta, Roza Otunbayeva, desplegó un referéndum sobre cuestiones básicas como la limitación de los poderes presidenciales. Sin embargo, el camino no era sin embargo sencillo, pues se estaba desarrollando en medio de difíciles circunstancias como eran los graves enfrentamientos en Jalalabad y, de nuevo, Osh.

Más información:
Olivier Roy, “La nueva Asia Central o la fabricación de naciones”, Sequitur.
Colin Thubron, “El corazón perdido de Asia”, Altair.
Francisco López-Seivane, “Viaje al silencio”, Alianza Editorial.
Thomas O Höllmann, La Ruta de la Seda, Alianza Editorial.

domingo, 18 de agosto de 2013

FÚTBOL EN LA RDA(II)


FÚTBOL EN LA RDA: ENTRE “SPARSI” Y SAMMER




Tenemos arriba algunos de los equipos que fueron más representativos de la RDA. De algunos ya hemos hablado. Los tres primeros fueron campeones o finalistas europeos. Los dos Dinamos mantuvieron una eterna rivalidad y sólo el de Dresde pudo mantener una cierta competitividad en el día de hoy, siendo el único club del Este, junto con el Hansa Rostock, que se estrenó tras la reunificación en la Bundesliga. El Karl Marx Stadt fue primer campeón de la DDR Oberliga en tres años consecutivos, antes de la irrupción sospechosa del Dinamo berlinés y sus diez ligas seguidas.
Destaca, sobre todo, como ocurría en otros países del bloque oriental, la existencia de numerosos clubes que hacían referencia en sus nombres a las fuerzas del trabajo y la producción. Lokomotive, Energie, Stahl (Acero), Turbine... nombres semejantes a los de otros clubes de Bulgaria, la URSS o Yugoslavia, y algunos de ellos vinculados a industrias del país, como la óptica Carl Zeiss o la automovilística Motor Zwickau, la constructora de los coches típicos de la Alemania Oriental, los "Trabant". Como curiosidad, decir que la canciller alemana Angela Merkel, nacida y criada en la RDA (y en los propios órganos del Partido Socialista Unificado Alemán) es hincha reconocida del Energie Cottbus, el tercer equipo del Este que junto a Dinamo Dresde y Hansa ha militado en la Bundesliga desde 1991.
  
Vamos a pasar a analizar a continuación lo que fue el devenir histórico de la selección nacional de fútbol de la República Democrática Alemana. A lo largo de sus cerca de cuarenta años de andadura, desde que en 1952 el equipo de la RDA debutara en un duelo contra Polonia, pocos han sido los éxitos que adornaron al equipo germano-oriental, pero entre ellos destaca sobre todo el partido en que el equipo azulón derrotó a sus vecinos del Oeste en la primera fase del Mundial de la RFA 1974.

La selección de la RDA.
Desde luego, la República Democrática no pudo nunca ser igual de competitiva que la República Federal, pero ni siquiera pudo compararse a otras selecciones este-europeas que lograron sonados éxitos como Hungría, subcampeona del mundo en Suiza 1954; Checoslovaquia, campeona de Europa en Yugoslavia 1976 y subcampeona del mundo en Chile 1962 o la URSS, semifinalista en algunas ediciones de la copa del mundo y campeona de Europa en 1960. A lo más que llegó la Alemania democrática fue a éxitos a niveles amateur, conquistando la medalla de oro en los JJ.OO. de Montreal de 1976 en una final en la que derrotaron a sus vecinos polacos. Repitieron luego final en los de Moscú 80, quedándose con la de plata. Una racha de éxitos olímpicos que se había iniciado en Munich 1972, en la que los olímpicos de fútbol germano-orientales lograron la medalla de bronce en la final de consolación.
Esta década de los setenta fue desde luego la época dorada de la selección de la RDA, cuyo punto culminante fue la clasificación para el primer y único mundial disputado en su historia: el de Alemania Federal 1974.
A nivel absoluto, sólo una vez la RDA llegó a jugar un Mundial, pero desde luego no fue un Mundial cualquiera. Fue el campeonato de 1974, el que se jugó en la Alemania Federal. Y, en la primera fase -la de dieciseisavos, que como ahora se juega en formato de grupos- la RDA fue emparejada con… la RFA.
En aquel histórico enfrentamiento entre Alemanias estaba en juego la primera plaza del grupo. Ambos equipos estaban clasificados para la ronda de octavos, también jugada en formato de grupos. La Alemania federal, posterior campeona, contaba con jugadores de la talla de Maier, Vogts, Beckenbauer, Netzer, Breitner, Hoeness, Müller… los aficionados de ambos estados alemanes esperaban que la selección occidental “se merendase” a sus vecinos orientales, que no podían contrarrestar a aquel equipo enorme apenas nada. Pero los Croy, Bransch, Kische, Laück, Sparwasser (foto) o Hoffmann no estaban dispuestos a dejarse ganar sobre el césped de Hamburgo, como todos preveían.
Los dos equipos marraron claras ocasiones, como se ve en las fotos adjuntas. Balones que se van rozando el palo o delanteros que lanzan el balón por encima del larguero con la portería vacía. El encuentro se antojaba apasionante, y la RDA estaba demostrando que David podía vencer a Goliat, o por lo menos que los cuatro o cinco goles que todos esperaban iba a recibir podían quedarse en muchos menos. 



 Y es que la primera parte acabó con un sorprendente 0 a 0 casi de milagro. Como muestra, la jugada de la imagen, en que Torpedo Müller, el talentoso delantero del Bayern de Munich, había estado a punto de adelantar a su selección, pero estrelló el balón en el poste de Jürgen Croy. Pero en el contraataque siguiente, quien tuvo la oportunidad de adelantarse fue la RDA. El extremo azul cruzó el balón demasiado desviado del marco de Seep Maier, sin que pudieran llegarlo a rematar en el área pequeña ni Hoffmann ni Sparwasser.
En el segundo tiempo, como ocurriría con casi todo el partido, los alemanes occidentales salieron “sospechosamente” relajados. Ciertas fuentes, entre ellos los propios jugadores de la República Federal, opinan que estaban empanados. Otras aseguran que deseaban perder y quedar en el segundo puesto, que les facilitaba pasar a un grupo más fácil que sus vecinos del Este.
Fuera como fuera, perdieron. Incapaces de llegar con claridad a puerta, la RDA no tuvo más que aprovechar una (quizá la única) ocasión de las pocas en que dispuso en una segunda parte bastante ramplona, si la comparamos con un primer tiempo más pródigo en espectáculo y ocasiones.
Eso sí, la jugada fue impresionante. Una contra de las que se llaman de libro por la derecha iniciada en el meta Croy acaba con el balón en los pies del delantero del Magdeburgo Jürgen Sparwasser. El control con el pecho deja a dos defensas descolgados y, aguantando magistralmente la salida de Maier, culmina con un remate por encima del portero en el fondo de la portería. Faltaban menos de quince minutos para el final del partido.
Aquel gol desató la euforia entre los jugadores de la selección germano-oriental, cuyo nivel futbolístico ni económico podía compararse con el de aquellos grandes rivales de la selección occidental a los que se estaban enfrentando, y desde luego sirvió en bandeja una excusa perfecta para la propaganda a unas autoridades de la RDA que no dudarían en convertir aquel éxito en un nuevo icono de propaganda.De entre ellos, el más destacado fue el caso del goleador, Sparwasser. Rechazó una oferta para jugar en la Bundesliga, en el todopoderoso Bayern de Munich, por lealtad al SED y a la RDA. Pero tuvo que enfrentarse con la realidad al no acceder las autoridades a sus deseos de estudiar un doctorado y obligarle a entrenar al Magdeburgo a su retirada del fútbol. Aquella triste historia acabó con su huida a Occidente en 1980. Antes de aquello, sin embargo, la RFA campeona del mundo en aquel mundial ante la inolvidable Holanda de la “Naranja Mecánica” le mandó un telegrama dándole las gracias por su gol, sin el cual, como explica Beckenbauer, jamás los jugadores de Alemania Federal habrían espabilado y habrían conquistado el campeonato. La RDA, tal y como se esperaba, accedió a un grupo de octavos muy complicado, contra los mencionados holandeses de Cruyff, Suurbier, Stuy o Neeskens y Argentina, quedando últimos de grupo y eliminados, no sin dignidad y con aquel triunfo histórico en el bolsillo, del Mundial 74.
Pudo repetirse sin embargo la hazaña de volver a disputar un mundial justo cuando el país estaba a punto de dejar de existir. En la fase de clasificación para Italia 90, la RDA contaba con la postrera y sin embargo la mejor generación de futbolistas nacidos en Alemania Oriental desde aquella que jugó el Mundial de la RFA en el 74. 
Andreas Thom, Ulf Kirsten (en la foto, con el chándal de calentamiento) o Matthias Sammer formaban parte de aquel conjunto que tuvo la oportunidad de disputar, en plena Perestroika y crisis del régimen de Honecker, su segundo Mundial. Emparejados en la fase previa con la URSS, Austria, Turquía e Islandia, quedaron a tan sólo una victoria de los austriacos y por tanto de hacer las maletas y viajar, unos meses antes de la reunificación, a tierras transalpinas. Para aquellos días mundialistas, la RDA había cambiado tanto que ahora no la presidía un comunista anticuado como Honecker, sino un reformista intelectual como Lothar de Maizerie, quien pedía rescatar para la nueva Alemania algunos aspectos de la RDA, entre ellos su himno, el bello “Levantados de las ruinas”, cosa con la que el canciller federal Helmut Kohl (cuya política de integración se parecía más a una asimilación, casi una colonización) no estaba dispuesto a transigir.
Con tres victorias (dos de ellas ante la débil Islandia) y un empate ante los austriacos, poco pudieron hacer los alemanes orientales, sin embargo, para optar al billete mundialista tras sus dos derrotas decepcionantes ante el combinado turco. Sin embargo, para el recuerdo quedará el triunfo en casa, que parecía abrir un rincón para la esperanza, ante la Unión Soviética.
No era el momento más propicio el 8 de octubre de 1989 para jugar un partido de fútbol. Berlín, Dresde, Leipzig… las ciudades del Este eran un hervidero de protestas contra el régimen, la Stasi, Honecker. Sin embargo, la URSS era un rival propicio tanto para los nostálgicos del comunismo de ala dura -si es que alguno quedaba con ganas de airear sus ideas- como para los simpatizantes de la Perestroika, que se habían lanzado a las calles de la RDA coreando “Gorbi, Gorbi” el 7 de octubre, fecha del 40 aniversario de la fundación de la República, ante las narices de Honecker y su inmovilismo. Los soviéticos, líderes del grupo, se adelantaron en el marcador ante el júbilo de un nutrido grupo de seguidores rusos. 
Pero con empuje y pundonor, dando la que sería última alegría conjunta a tirios y troyanos, los dos futbolistas más talentosos de la selección germano-oriental, Kirsten (que tras la caída del muro ficharía por el Bayer Leverkusen) y Sammer (el primer futbolista de la RDA que debutaría con la selección de la nueva Alemania reunificada) dieron la vuelta al marcador y pusieron el 2-1 final ante una gran celebración de la hinchada alemana. Un mes después, el gobierno del sustituto de Honecker, Egon Krenz, levantaba las restricciones para los viajes. Era el principio del fin.
Inexorablemente, también llegó el fin para la selección de fútbol azulona. En un amistoso jugado en el estadio Heyssel (hoy Rey Balduino) de Bruselas, el 23 de septiembre de 1990, Bélgica y la RDA jugaron el último partido de estos últimos en un amistoso que los alemanes del Este vencieron 0-2 con goles por partida doble de Sammer. Se acabó una forma de fútbol y había que adaptarse a una nueva. Un fútbol que fue distracción y arma política en un país que, como se dice en la película “Good bye Lenin!”, nunca existió de la manera en que muchos habrían deseado.




sábado, 17 de agosto de 2013

FÚTBOL EN LA RDA (I)

FÚTBOL EN LA RDA: ENTRE “SPARSI” Y SAMMER

La equipación de la izquierda es la de un equipo que ya ha pasado a la historia: la de la selección nacional de fútbol de la extinta República Democrática Alemana. Con pocos éxitos que contar, tanto la selección de fútbol de la Alemania del Este como la propia liga de fútbol de aquella mitad más pequeña (qué paradoja) y hermética del país germano merecen sin embargo un rincón entre el anecdotario de los aficionados al balompié y entre quienes quieran asomarse a conocer mejor la vida corriente de la ya desaparecida Alemania comunista.

Una liga desconocida: la DDR Oberliga.
La RDA se formó algo más tardíamente que su vecina República Federal. Mientras que la segunda unió en forma de estado federal al modo de las democracias occidentales a las zonas de ocupación francesa, británica y estadounidense -tres de las cuatro en las que se había dividido Alemania tras la S.G.M- en 1948, la URSS respondió un año más tarde, el 7 de octubre de 1949, con la formación de un estado socialista satélite en su zona de ocupación. La República Democrática se convirtió de este modo en un país de la órbita soviética, a cuya cabeza se encontraba el Partido Socialista Unificado Alemán (SED, por sus siglas en esta lengua). Los esfuerzos por tratar de hacer incrementar el nivel de vida de la población (proporcionando educación, sanidad o asistencia social a cargo del Estado), algunos loables, y por destacar en actividades industriales y tecnológicas como en la construcción de aparatos ópticos de precisión, cámaras fotográficas o incluso microchips no podían sin embargo ocultar la grave represión y vigilancia a que eran sometidos los ciudadanos de la República por parte de la policía política (Stasi) o el mayor desarrollo y nivel de vida de la Alemania occidental. Por ello, numerosos alemanes del Este optaron por huir del país, incluso tratando de escapar a través del cuasi impenetrable muro de Berlín. En estas circunstancias, cualquier acto de heroísmo individual o colectivo se convertía en una forma de propaganda para destacar de un modo exagerado los logros del socialismo. El deporte, y el fútbol, no fueron ajenos a esta política.
Si la RDA se formó más tarde que la RFA, no ocurrió así con su campeonato de fútbol doméstico. La DDR Oberliga (traducible como Liga Superior de la RDA) comenzó a disputarse en 1952, diez años antes de que la Bundesliga (Liga Federal) de la RFA comenzase su andadura, si bien ya se celebraban campeonatos de fútbol en Alemania occidental, aunque a un nivel sobre todo regional. La liga de la RDA, sin embargo, no fue ajena a la política y a la susceptibilidad de manipulación por las instancias del poder, ya desde sus propios inicios. Equipos pequeños pero competitivos fueron desplazados de sus modestas localidades de origen hacia ciudades mayores por decisión de las autoridades. En otros casos, el objetivo de este desplazamiento era el de crear equipos patrocinados por los organismos del ejército o de la policía mediante la absorción de la plantilla de los equipos más potentes del momento. Tal caso ocurrió cuando se formó el Dinamo de Berlín. El que con los años pasaría a ser el equipo más odiado de la RDA se formó mediante el desplazamiento de los jugadores del potente Dinamo de Dresde desde la histórica ciudad que era sede de este club a la capital del país. El nuevo Dinamo berlinés pasaría a ser el club de la Stasi, mientras que el de Dresde tendría que volver a empezar en la Segunda germano-oriental. Se recompuso, para volver a ser un club potente.
En Berlín Este coexistían dos equipos de primera fila por entonces. Además del Dinamo, el equipo de la Stasi, estaba el Vörwarts, el club de la policía civil. Sin embargo, el “Adelante” (traducción de este vocablo) berlinés también habría de desplazarse de sede a la localidad fronteriza con Polonia de Frankfurt del Oder. El club gualdirrojo no pasaría de ser un segundón en el campeonato y en la historia del fútbol de la RDA, ganando apenas un título de Oberliga y una Copa antes de cambiar de ciudad. Sin embargo, otro segundón con más historia, sobre todo de enfrentamiento con el Dinamo Berlín y de amistad inquebrantable hasta la reunificación con otro “outsider”, esta vez de la Bundesliga, situado en la otra parte de Berlín, el Hertha, fue el FC Union.
El Union Berlín nación de la fusión de dos clubes “de poca monta” de la capital de la RDA en 1963. Su ascensión meteórica a la élite del fútbol germano-oriental se vio coronada con la conquista, en 1966, de la Copa de la RDA. Nacido en un barrio obrero berlinés, se convirtió en un símbolo contra el régimen comunista. En una época en la que corear eslóganes contra el partido y la dictadura era crearse serios problemas, la alternativa más sensata y al mismo tiempo la más provocadora era llevar bufandas y banderas rojiblancas y gritar cánticos de ánimo al Union, en contraposición al odiado Dinamo. Sus hinchas y los del vecino Hertha, un equipo también segundón pero inconformista, a la sombra de Bayern, Hamburgo o Moënchengladbach en la Bundesliga, tenían el eslogan de “Hertha und Union eine nation” (“Hertha y Union una nación”), lo que no dejaba de ser un bofetón a la partición artificial de Alemania. Hoy día, sin embargo, aquella vieja amistad se ha tornado en rivalidad en los derbis que ambos han disputado en la Segunda alemana y puyas por el carácter marcadamente mercantil y elitista del Hertha y la esencia obrera del Union, que se ha negado a entregar su estadio al mejor postor, como ha sucedido con los del Schalke o del Bayern y el 1860 Munich, vendiéndolo a su incondicional afición, y que ha llamado con éxito a sus propios hinchas a remodelar su añejo hogar, el Alte Forsterei Stadium. Una de las aficionadas más destacadas del Union es la veterana cantante de rock Nina Hagen, quien compuso su himno oficioso “Eisern Union” (“Unión de Hierro”).
Fuera de Berlín, en la historia del fútbol de la RDA destacan, por sus éxitos tanto dentro como fuera de las fronteras de la República varios clubes, esencialmente civiles (es decir, no vinculados a organismos del poder ni del partido). Entre los primeros, además del mencionado Dinamo de Dresde, se encuentra el FC Karl Marx Stadt. 

Hoy rebautizado como FC Chemnitzer (al igual que ocurrió con la ciudad, que de Karl Marx Stadt pasó a recobrar su nombre de preguerra, Chemnitz) fue el único club que logró la Oberliga tres años seguidos, a finales de los setenta. El club albiceleste, además, consiguió poner en serios apuros a la Juventus en las postrimerías del régimen, en octavos de la UEFA de 1989. En la foto de la izquierda, vemos una imagen del partido de dicha eliminatoria disputado en el estadio Ernst Thaelmann de la localidad alemana.
Entre los equipos que mayor lustre dieron internacionalmente a la RDA se cuenta el único club campeón de competición europea que dio la Alemania oriental: el FC Magdeburgo. La ciudad y el equipo es más conocido hoy día por el balonmano, siendo el Magdeburgo el único club de la antigua Alemania del Este que milita en la Bundesliga de balonmano y con notable éxito. Pero en fútbol, en 1974, y comandado por el talentoso Jürgen Sparwasser, que en ese mismo año repetiría hazaña con la debutante selección de la RDA en el Mundial, venció en la final de la Recopa disputada en Rotterdam al favorito AC Milan -en un desangelado estadio De Kuip donde no hubo apenas movilización de aficionados alemanes, pero casi tampoco de italianos- por 2 a 0. El FCM hoy milita en las catacumbas del fútbol de la Alemania reunificada, pero entonces sorprendió a propios y extraños llevándose a las vitrinas de un club de la RDA aquel trofeo que tantas alegrías había dado a otros clubes de la Europa del Este, pero no a la de Alemania oriental. 
En la imagen, vemos la alegría de los jugadores del equipo blanquiazul, rodeados de un nutrido grupo de periodistas, nada más acabar el partido con el equipo “rossonero”.
Poco tiempo más tarde, en 1981, llegaría el turno de que otro equipo civil, el Carl Zeiss, el equipo de la industria óptica de la ciudad de Jena, repitiera final del mismo trofeo. La llegada de aquel equipo a la final se produjo tras pasar de forma brillante una ronda tras otra en la que llegó a eliminar a potentes clubes como la AS Roma o el vigente campeón, el Valencia, a quienes venció colando cuatro goles en su campo del Ernst Abe de Jena.
Sin embargo, la llamada “final del Pacto de Varsovia” que disputó contra el Dinamo Tblisi, de la entonces república soviética de Georgia, enfrentó no sólo a dos equipos del mismo bloque político, sino a dos conceptos de fútbol: el de poderío físico y lentitud de los alemanes frente al de toque y virtuosismo de los georgianos. El resultado fue de 2 a 1 para los soviéticos, pese a que el Carl Zeiss se adelantó en el marcador con un soberbio gol de tacón (en la foto, la celebración). Lo triste fue que, pese a que la final contaba con buenos ingredientes y hubo una mayor movilización de aficionados alemanes que en la de Rotterdam, los aficionados de la otra Alemania (la final se jugaba en Düsseldorf, RFA) no se pasaron por las taquillas y las gradas volvieron a mostrar un aspecto bastante pobre.
En 1987, en Atenas, y esta vez sí ante un estadio Spiros Louis que presentaba un aspecto más propio de final europea, con en torno a cinco mil hinchas germano-orientales (que pudieron viajar en parte por el deseo de Erich Honecker de mostrar una cara afable de su régimen), se enfrentaron en la final de la Recopa el Ajax entrenado por Johann Cruyff y el Lokomotive Leipzig. Los holandeses, deseosos de reverdecer los viejos laureles y con una plantilla muy superior a la de su rival, en la que ya comenzaban a despuntar los nombres de Rikjaard, Van Basten, Gullit… vencieron por 1-0 a un rival que, a pesar de todo, no le perdió la cara al encuentro. Fue el último gran éxito internacional a nivel de clubes en la modesta historia a este respecto de la RDA.

El Dinamo de Berlin: ganar por decreto.

Si en España hemos conocido la frase, quizá injusta, de que el Madrid en la dictadura de Franco ganaba por decreto, no menos puede decirse de un Dinamo de Berlín odiado por la inmensa mayoría de los aficionados al fútbol de la RDA, al igual que la Stasi era odiada por la amplia mayoría de la población.
Presidido por Erich Mielke, histórico militante comunista alemán que llegó a luchar en las Brigadas Internacionales en España, y que con los años llegó a convertirse en ministro de Seguridad del Estado y cabeza de la policía política, el Dinamo de Berlin quiso ser convertido en lo que Mielke soñó: un Bayern de Munich o un Milan en la RDA. Para ello, los manejos del ministro-presidente no dudaron en ser contundentes con los árbitros, amañándose los partidos con métodos poco ortodoxos -no en vano, la Stasi en última instancia decidía quién iba a arbitrar partidos internacionales-, comprando encuentros o privando de formas poco caballerosas a otros clubes de sus jugadores más talentosos. De esta forma, el Dinamo pudo ganar diez ligas seguidas, entre 1979 y 1988, pulverizando récords, pero con apenas cinco mil espectadores de media, muy lejos de las cifras que existían en San Siro, el Olímpico de Berlín, Chamartín o en estadios de su propia liga como el Ernst Abe o el Alte Forsterei. En 1989, como si se tratara de una antesala de lo que estaba por venir, el Dinamo no pudo pasar del empate en casa ante un modestísimo rival, dando el título al otro Dinamo, el de Dresde, que se hizo con las últimas dos ligas corrientes antes de la reunificación (excluímos el campeonato de 1991 que se adjudicó el Hansa Rostock, que sirvió para determinar las dos plazas reservadas a equipos del Este en la nueva Bundesliga). La transición futbolística había comenzado antes que la transición política.
Resulta curioso, además, que el hoy paupérrimo Dinamo (rebautizado como FC Berlin), condenado a vagar por las categorías más bajas del fútbol alemán, identificado con el régimen comunista de la RDA sea el que congregue a algunos de los aficionados ultraderechistas más radicales del fútbol alemán y de los clubes de la extinta DDR Oberliga. La vida es un cúmulo de sorpresas, aunque puede ser, tanto en este caso como en otros (Hansa Rostock o Lokomotive Leipzig) una reacción a los años vividos bajo un régimen de signo agresivamente contrario. Una excepción singular, sin duda, es la de los aficionados del Union Berlín, que de luchar contra la política de la RDA han pasado a hacerlo contra el capitalismo feroz, en una continuidad del inconformismo que no entiende de regímenes o sistemas políticos.