sábado, 24 de agosto de 2013

LA ESCAPADA: ASIA CENTRAL

ASIA CENTRAL:
POR LOS DESCONOCIDOS DOMINIOS DE TAMERLÁN Y LA RUTA DE LA SEDA

Me he sentido profundamente fascinado por la lectura reciente de los libros de viajes de Fernando López-Seivane “Viaje al silencio” y Colin Thubron “El corazón perdido de Asia”, describiendo sus peripecias por las antiguas repúblicas soviéticas del Asia Central. Aquellos extraños “Stán” de los que tan poco conocemos en Occidente y que fueron en tiempos tierras que vieron florecer imperios legendarios, aparecer por allí a singulares personajes como Alejandro Magno, Marco Polo o Rui González de Clavijo e invasiones temibles de razas temibles: hunos, mongoles, turcos, cosacos, tártaros y rusos.
Espacio histórico para el refinamiento y la crueldad, a caballo entre el mundo cristiano representado por Rusia, el islam de Persia, Afganistán y Turquía y el budismo y confucianismo de India y China, Asia Central vive hoy momentos de zozobra económica y política tras la caída del ente supranacional al que pertenecía, la URSS, pero cuenta con el refugio inmenso de las huellas de los kanatos que en ella existieron, las religiones paganas surgidas en ella -como el zoroastrismo- o las ciudades legendarias de la ruta de la Seda que alberga, como Samarkanda.

Alejandro Magno, la Sogdiana y el zoroastrismo.
Asia Central es un territorio tan extenso como toda Europa Occidental, pero a la vez sumamente despoblado. Al norte, se extienden las estepas de Kazajistán; al suroeste, los desiertos del Kizilkum (arenas rojas) y el Karakum (arenas negras). Según avanzamos hacia el este, las cadenas montañosas de Alai y del Pamir (en la imagen inferior), donde nacen los dos grandes ríos que atraviesan estos territorios, el Amu Daria (al sur) y el Sir Daria (algo más al norte) y desembocan en el mar Aral configuran un paisaje más amable, de cultivos y valles como el indómito valle de Fergana, en Uzbekistán, o los impresionantes glaciares y cumbres de nieves perpetuas de Tayikistán.

La colonización ruso-soviética, sin embargo, transformó duramente, como veremos con posterioridad, el paisaje de estos países, introduciendo industrias y el cultivo del algodón, que alteró el curso de los ríos Amu Daria y Sir Daria e introdujo graves problemas ecológicos como fue el progresivo descenso del volumen del mar Aral. Pero en los tiempos antiguos, la Transoxiana (bautizada así por ser las tierras que quedaban más allá del río Oxus, nombre antiguo del Amu Daria) era una tierra de secretas civilizaciones como la sogdia, ubicada en la meseta del Pamir, en lo que hoy es Tayikistán, que al ser descubierta por los ejércitos de Alejandro Magno encontraron un modo de vida muy parecido a una sociedad comunista, en la que la pobreza estaba erradicada o los bienes eran comunales. Así que cuando los bolcheviques llegaron, más de tres mil años después, poco podían enseñar a unos tayikos descendientes de aquellos sogdios que ya sabían lo que era una sociedad sin clases.
En su marcha hacia la India, Alejandro de Macedonia fue el primer gran conquistador de Asia Central, de la Transoxiana de la antigüedad. Una tierra surcada de leyendas, vinculadas muchas de ellas al islam, que posteriormente se desarrollaría a partir de la islamización de los mongoles y las invasiones turcas, como la fundación de la ciudad de Andiyán, en el valle de Fergana, por el rey Salomón (Suleimán) o la presencia del cuerpo del profeta Alí, mártir de los chiíes, en el mismo suelo uzbeko. Más antigua aún es la que atribuye a Asia Central y no a Persia el nacimiento del zoroastrismo, si bien los límites entre ambos, en aquella época, estaban un tanto borrosos.


Las incursiones mongolas, la Ruta de la Seda y el nacimiento de los kanatos.
 Hunos, suevos, alanos, vándalos o magiares, en sus incursiones hacia Europa y el imperio romano, empujados por el hambre o por pueblos que les sometían a una presión similar a la que ellos ejercieron sobre la Roma en decadencia, pasaron por la Transoxiana. Efímeros imperios, como los sasánidas y los samánidas, se forjaron en aquellas tierras y comenzaron a fundar ciudades, al mismo tiempo que en otras partes sus habitantes se organizaban en clanes y tribus dedicadas al pastoreo nómada, que nunca dejó de existir hasta la colectivización y la sedentarización forzada de los años de Stalin.
Las pocas centurias de tranquilidad que pudieran existir se vieron pronto alteradas por las incursiones de la guerrera raza de los mongoles. Su táctica bélica y su despiadada crueldad llevaron a este pueblo, al mando de Gengis Khan, con ayuda de mercenarios turcos (de gran influencia en su islamización) a conquistar Asia Central, la India, poner en serios aprietos a los turcos seljúcidas, impedir la reconquista musulmana de Tierra Santa en los años de las cruzadas y amenazar la precaria situación de la Europa medieval. Si de Atila se decía que por donde pasaba no volvía a crecer la hierba, de Gengis Khan podía decirse que no volvían a crecer las piedras, pues ciudades enteras como Samarkanda quedaron arrasadas.
De esta época podía decirse que comenzó la configuración “nacional” de los futuros estados de Asia Central. Una configuración precaria, pues la identificación étnica de los estados no comenzó sino en fechas muy recientes, con la política estalinista de asignación de un país (una república soviética) a una etnia, siendo algo que en los tiempos anteriores no ocurría con kanatos multiétnicos y asociaciones de clan y tribu que aún hoy continúan en los recientes estados independientes y que es, en cierto modo, un obstáculo para su desarrollo democrático. Algunas hordas mongolas, la Gran Horda, la Horda Media y la Pequeña Horda, se instalaron en las estepas de lo que hoy es Kazajistán. Allí, con el tiempo, se formaría, el kanato de la Horda de Oro. Muchos kazajos siguen hoy distinguiéndose en función de su pertenencia a una de las tres hordas.
De Kazajistán, precisamente, surgiría una disidencia en las hordas mongolas que llevaría a la posterior formación de otra etnia y luego de otro estado, en función de la política de nacionalidades de Stalin. Capitaneados por un jefe llamado Usbeq, los mongoles de esta horda disidente se desplazaron hacia el sur y formaron su propia sociedad. De este Usbeq surgirían los uzbekos, base étnica mayoritaria del actual Uzbekistán. Absorbidos por el imperio multiétnico de Timur Leng (más conocido en Occidente como Tamerlán) o imperio timúrida, cuya capital era la ciudad de Samarkanda, la horda de Usbeq y Tamerlán constituyen la base nacional del actual estado uzbeko.
Tamerlán (a la izquierda, su mausoleo en Samarkanda), de cuyo imperio nos llegaron a los españoles las crónicas del enviado castellano González de Clavijo, combinó la crueldad con el refinamiento. Su justicia implacable y su sed de ampliar sus fronteras hacia territorio persa y afgano se combinaron con la presencia en la corte de matemáticos, astrónomos, poetas y artistas. Rey islámico que no obstante combinaba las prácticas paganas como la astrología para saber el momento propicio en el que salir al campo de batalla, reconstruyó Samarkanda y protegió a artistas como Navoi, tenido como el fundador de la literatura uzbeka.
Samarkanda, Kokand y el valle de Fergana se convirtieron en puntos estratégicos de la Ruta de la Seda, y por todo el imperio timúrida se sucedieron comercios, posadas y caravansares. Este esplendor del imperio de Tamerlán se apagó cuando los portugueses doblaron el cabo de Nueva Esperanza y la ruta marítima se convirtió en más segura que la ruta terrestre, infestada de guerras e inestabilidades.
Tras la desmembración del imperio timúrida, surgieron kanatos o reinos cuya base fue el islam y la multietnicidad. Entre tres se repartieron la Transoxiana: los de Jiva al oeste, Bujara al sur y Kokand al este, en el valle de Fergana. Estos tres kanatos, en los que se sucedieron gobernantes débiles, otros crueles y otros más ilustrados y liberales, tuvieron que hacer frente a tres enemigos: por un lado, las tribus turcomanas (que hoy habitan en el actual Turkmenistán), belicosos nómadas de origen turco cuyas incursiones por el sur no dejaron de crear quebraderos de cabeza; por otro, los ejércitos de la Rusia zarista, deseosos de ampliar sus fronteras y contar con un imperio colonial al modo de las naciones occidentales y de contrarrestar el dominio británico en la India y Afganistán; y por último el imperio de los turcos otomanos, cuya influencia a la hora de querer crear un estado panturco, si bien debilitada con el tiempo, no deja de ser desdeñable incluso hoy día en círculos intelectuales de los nuevos estados, deseosos de poder crear un Turkestán que abarque desde Estambul a Xinjiang, hogar de los uigures chinos.
Quien acabaría finalmente absorbiendo estos kanatos sería Rusia, primero mediante la creación de protectorados y finalmente absorbiendo, por vía de la sovietización, estos estados multiétnicos, que fueron fragmentados en repúblicas en las que la composición étnica fue la clave para la creación de entidades nacionales antes inexistentes.

El dominio ruso y la sovietización de Asia Central.
Aproximadamente en la década de los setenta del siglo XIX, los kanatos de Jiva (ver foto inferior), Bujara y Kokand fueron absorbidos “de facto” por la Rusia zarista. Las campañas de los generales rusos, la firma de tratados con los emires locales y la construcción de nuevas ciudades (Alma-Ata, Tashkent, Karaganda) y vías de comunicación llevaron a que cada vez se hiciera más patente la presencia rusa. Al mismo tiempo, los levantamientos y las campañas guerreras contra ese dominio ruso fueron aplastados casi sin contemplaciones y sin bajas por los ejércitos del zar, cuyos súbditos, tanto en este como en la época de la URSS contemplaron su presencia en Asia Central con los mismos ojos de “misión civilizadora” con los que los europeos occidentales comprendían su presencia en África o Extremo Oriente.
Kazajistán fue comprendido dentro del llamado “Gobierno de las estepas”, de administración directa por el gobierno zarista. El resto de Asia Central conservó un cierto grado de autonomía. Este panorama cambió de forma sustancial con la revolución bolchevique y la guerra civil rusa. La ciudad de Tashkent se convirtió en el foco bolchevique de la región. Los comunistas musulmanes, deseosos de poder crear un Turkestán unido y socialista, pronto verían truncadas sus expectativas con la división artificiosa de Stalin -comisario de las nacionalidades en el soviet revolucionario de Petrogrado-, creada en cierto modo para evitar las tendencias independentistas que pudieran derivarse de la idea del Turkestán.
Pero antes de eso, los musulmanes de Kokand, traicionados en su llamamiento al diálogo invocando a Lenin y viendo su ciudad invadida y bañada en sangre por los bolcheviques -todos ellos europeos- del soviet de Tashkent, decidieron levantarse contra ellos y formar la guerrilla basmachi, alineándose contra el Ejército Rojo en la guerra civil. Durante los años de 1918 a 1921, los tres años temibles del conflicto entre rojos y blancos, los basmachi pelearon contra la presencia ruso-bolchevique, siendo barridos finalmente por el general bolchevique Mijaíl Frunze, nacido en Kirguistán de padres europeos. Frunze, en una ironía del destino, acabó dando nombre a la capital de la república kirguís (Bishkek antes y después de la época soviética), quedando en la memoria de aquellos a quienes había conquistado.
Vencidos los basmachi y perdida la fe de los comunistas musulmanes que deseaban la unión del multiétnico Turkestán, Stalin llevó a cabo entre 1924 y 1928 la división del Asia Central soviética en base a un criterio lógico desde el punto de vista étnico (un pueblo, una nación), pero ilógico e insensato desde el de la historia y la geografía. Uzbekos, turcomanos, kazajos, kirguisos y tayikos no tenían desarrollada una identidad nacional como podían tenerla armenios, ucranianos o georgianos. En algunos casos, como en el del kanato de Bujara con tayikos y uzbekos, vivían mezclados y sin distinción de comunidad. En otros, tenían más presente su familia ampliada o su tribu en la memoria colectiva antes que su pertenencia a un grupo étnico o nacional. Y la división trazada por el comisario y futuro líder de la URSS llevó a decisiones cuanto menos dudosas, por no decir arbitrarias o disparatadas.
En primer lugar, a la hora de que alguien se definiera como uzbeko, tayiko… muchos podían verse obligados por esta decisión a abandonar su lugar de origen, la ciudad donde desde generaciones había habitado su familia, etc. y desplazarse a la república homónima, situada a cientos o miles de kilómetros. Por eso, no fue extraño que tayikos de Samarkanda o de Bujara optaran por definirse como “uzbekos” o que uzbekos de Osh (Kirguistán) se dijeran kirguisos. Por este motivo, aún hoy, y pese a que la mayor parte de las repúblicas están habitadas en más de un 60 por ciento por sus etnias homónimas (la única posible excepción es Kazajistán, donde existe un cierto equilibrio entre kazajos y rusos, además de alemanes, coreanos y otros), existen desequilibrios que afectan a la propia inestabilidad interna de las jóvenes naciones. Samarkanda y Bujara pertenecen a Uzbekistán, pero están habitadas mayoritariamente por tayikos, lo que ha causado que la vecina república de Tayikistán se vea privada de ciudades y de una clase urbana e intelectual que habría podido otorgar estabilidad al país. Al mismo tiempo, en Tayikistán, el 25% de la población es uzbeka, y existen importantes contingentes de estos en Kirguistán, sobre todo en la ciudad de Osh, donde en 1990 hubo sangrientos enfrentamientos con los kirguisos relacionados con la vivienda y los servicios públicos.
Otras etnias se han visto igualmente afectadas por esta política arbitraria para trazar fronteras. Los judíos de Bujara y Samarkanda prefirieron, por ejemplo, identificarse como uzbekos antes que como judíos (que no es un grupo étnico, sino religioso) para no tener que ser desplazados a la república autónoma judía creada en los confines de Siberia, perdiendo de este modo contacto con su pasado y su vida cotidiana. Y los tártaros, que llevaban cientos de años establecidos en la parte occidental del Caspio, no tuvieron una república soviética, sino una mera república autónoma en el interior de Rusia, por el mismo temor a su independentismo que generaba la idea del Turkestán.
De igual modo que una etnia generaba un país, había que generar una lengua. Cada grupo tenía una lengua, pero estas lenguas no eran sino en muchos casos dialectos o derivaciones del turco (turcomano, uzbeko, kazajo) o del persa (tayiko, azerí). Las cábalas y correcciones para pasar del alfabeto latino al cirílico y viceversa o la creación de neologismos derivados del ruso deben figurar en la antología del disparate de cualquier historia de la Humanidad. Igualmente, la creación artificiosa de una historia nacional y su integración en un corpus ruso -a la que ahora en cierto modo se le está dando la vuelta para crear a marchas forzadas una historia patria desprovista de elementos coloniales ruso-soviéticos- dieron lugar a extrañas mezcolanzas artísticas (en pintura, literatura, arquitectura) de realismo socialista y elementos orientales que salpican, aún hoy, la vista del visitante de Ashjabad, Tashkent, Alma-Ata o Dushanbé.
Con todo, si al menos la creación, aunque algo falsa, de una idea nacional que puede y debe ser reparada a fin de que se exhiba la verdad de la misma, puede tener sus puntos positivos -al permitir identificar el islam, el tribalismo, las incursiones de diferentes pueblos, los kanatos, los imperios antiguos y modernos como el sogdiano, el samánida o el timúrida como puntos de conciencia nacional, si bien comunes, en las nuevas naciones- lo más grave para el día a día de las nuevas naciones es la herencia soviética en forma de degradación política y medioambiental. La escasez de principios y formas democráticas de los nuevos estados, contaminados por formas antiguas (pervivencia del KGB local, perpetuación de los antiguos comunistas con nombres nuevos bajo el paraguas de partidos presidenciales, regímenes personalistas con ocurrencias absurdas como las de Niyazov en Turkmenistán, autoproclamado Turkmenbashi o “padre de los turcomanos”) y la política económica que supuso la aparición de mafias como la de Rashídov en Uzbekistán, el abuso de las presas y canales de los ríos Amu Daria y Sir Daria para el cultivo del algodón, las pruebas nucleares en Kazajistán o las industrias altamente contaminantes de Karaganda o Fergana han depauperado muchas de las posibilidades de estos nuevos países. Los efectos de estos clanes políticos (y no decimos mal, pues muchos de ellos no dejan de estar vinculados a clanes familiares o a tribus que ostentaron secularmente el ejercicio del poder; de hecho, Nursultán Nazarbayev, el presidente kazajo, pertenece a la Gran Horda) y esta degradación del entorno son tan devastadores como puede serlo una mala aplicación de la liberalización económica, que ocurrida después de la caída de la URSS y la Perestroika gorbachoviana sumergió a estos países y a otros de la extinta Unión a graves problemas económicos, a la pobreza de muchos habitantes, al desabastecimiento y la inflación.
El desarrollo de estos países tuvo parte de milagro y de tragedia. La industrialización, la urbanización y la producción a gran escala se produjo en medio de un contexto de colectivización forzosa, deportaciones y asesinatos. En la década de los treinta miles de personas, como en toda la URSS, fallecieron víctimas de las purgas de Stalin, las deportaciones o las condiciones de vida existentes en los campos de trabajo. La enseñanza y práctica del islam fueron proscritas, y hasta el sufismo fue perseguido por ser considerado como subversivo. La época de Jruschov trajo una cierta liberalización, aunque esta no llegaría a ser completa hasta la llegada de Gorbachov y la Perestroika. Breznev y sus aliados, tras el golpe interno que depuso a Jruschov, alimentaron la llegada de personajes oscuros y corruptos también en el Asia Central, como el primer secretario uzbeko, Rashídov, que llegó a hacerse con un buen capital gracias a manipular los números de la planificación del algodón.
Gorbachov, sin quererlo, abrió la lata de las denuncias de la corrupción, la explosión de las pasiones nacionalistas y pulverizó un imperio que, pese a su empeño, se demostró imposible de recuperar. Quizá, como aseguran algunos, no fuera un fracaso del comunismo, pero sí un fracaso de un modo de comunismo que había combinado incompetencia, ambiciones personales y colonialismo, en una mezcla explosiva que, al detonarse, dejó desamparado y al mismo tiempo con la necesidad de seguir su propio y nuevo camino a unas nuevas naciones cuyo futuro está casi tan por escribir como su pasado.

Los nuevos estados: quiénes y cómo son.

Kazajistán es el más grande de todas estas recientes repúblicas. Situado al sur de Rusia y al norte de la antigua Transoxiana, tiene su capital en Astaná (anteriormente denominada Alkmola), ciudad a la que se desplazó la administración desde la sureña Alma-Ata por decisión del presidente Nazarbayev, deseoso tanto de alejarse de la influencia de su red clientelar como de acercarse a la parte del país con mayor presencia rusa (los rusos son la minoría étnica más numerosa de Kazajistán, muy cerca de los kazajos). Los orígenes de los kazajos hay que situarlos en las invasiones mongolas y en el kanato de la Horda de Oro. Sometidos por Rusia en el siglo XIX, centuria en la que se fundó el Gobierno de las Estepas, los kazajos han sido tradicionalmente un pueblo nómada y ganadero, que sólo recientemente se ha sedentarizado y ha comenzado a habitar en ciudades industriales (Karaganda, Alma-Ata) o en granjas colectivas. Es, junto con Uzbekistán, uno de los aliados más firmes de las potencias occidentales en la zona, cuyos contactos son de importancia capital para la administración kazaja en la exportación de los recursos naturales del país.

Uzbekistán reúne en su territorio la mayor parte de las huellas de acontecimientos históricos de Asia Central. En él se encuentran la supuesta tumba de Alí, la ciudad de Andiyán fundada por Salomón, las capitales de los kanatos de Jiva, Bujara y Kokand o la cuna del imperio de Tamerlán. Los uzbekos llegaron desde el oeste del actual Kazajistán, liderados por el mongol disidente Usbeq. Convertidos al islam y fuertemente influenciados por los turcos, formaron parte aquí y allá de los kanatos multiétnicos hasta que en 1924 Stalin creó la RSS de Uzbekistán, con capital en Tashkent, una ciudad fuertemente europeizada que hoy lo sigue siendo. Tras la independencia, un viejo apparatchik del PC uzbeko, Islam Karimov, se convirtió en presidente del país, gobernado sin mucha diferencia con respecto a los viejos métodos soviéticos.

Turkmenistán o país de los turcomanos es un extenso país dominado por los desiertos del Karakum (arenas negras) y el Kizilkum (arenas rojas), salpicado aquí y allá por cadenas de oasis. Los turcomanos son un histórico pueblo de bravos nómadas de origen turco que fueron forzosamente sedentarizados en la época de Stalin. Presumen de poseer bellos caballos y esplendidas alfombras, ornadas con motivos como el que forma parte de la bandera del país. Hoy en día, una de sus principales fuentes de riqueza es el gas de su subsuelo. Su capital es Ashjabad. Recientemente ha fallecido su presidente vitalicio, Saparmurat Niyazov, alias “Turkmenbashi” o padre de los turcomanos, un líder entregado al culto a la personalidad de tal manera que llegó a cambiar los nombres de los meses o de las ciudades con su nombre. No en vano, muchos se fijaron en él cuando Sacha Baron Cohen hizo recientemente su filme “El dictador”.

Tayikistán reparte su población no sólo entre la república homónima, sino que existen tayikos repartidos por Uzbekistán, Afganistán e Irán. Los tayikos son una excepción con respecto al resto de pueblos de Asia Central, pues si bien los demás tienen un origen turco-mongol, los tayikos son un pueblo persa étnica y lingüísticamente. De hecho, tienen a gala denominarse como los auténticos persas. El país se enclava en las montañosas cumbres del Pamir, donde en la Antigüedad floreció la civilización sogdia que deslumbró a Alejandro Magno. Su capital es Dushanbé, un antiguo pueblo que creció tras la llegada del ferrocarril en 1929. La independencia de la URSS en 1991 trajo consigo una cruenta guerra civil entre el gobierno excomunista y la alianza entre demócratas liberales y el Partido del Renacimiento Islámico, en la que se mezclaron conflictos tribales latentes que no son ajenos a otras repúblicas. Tropas de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) capitaneadas por los rusos llegaron en 1992 para controlar una situación que provocó 20.000 fallecidos y millares de desplazados y que sólo se estabilizó con la firma de la paz en 1997. Tayikistán se enfrenta hoy a los retos del desarrollo, de sacar de la pobreza a amplias capas de población y a hacer frente al tráfico de drogas que entra en su territorio procedente del vecino Afganistán.

Kirguistán está situada en el extremo oriental de Asia Central, próxima a China. Tiene su capital en Bishkek, la antigua Frunze soviética, en cuya academia se formaron los principales jefes militares de la URSS. Los kirguisos conservan muchos rasgos mongoles que les emparentan con los uigures de la provincia de Xinjiang, al otro lado de la frontera, y que determina su origen étnico. Su islamismo es muy moderado, y está entremezclado con rasgos de chamanismo y de religiones primitivas mongolas. Los kirguisos, al igual que los turcomanos o sus vecinos kazajos, desarrollaron una actividad ganadera nómada que aún hoy y pese a los años de sovietización se ha conservado más pura e intacta que en los demás países. Tras la independencia, Kirguistán tuvo un presidente que no pertenecía a la nomenklatura del Partido Comunista local, pero que presentó las mismas tendencias dictatoriales que en el resto de la región. Una revuelta popular en Bishkek acabó en 2005 (la "revolución de los tulipanes") y otra posterior en 2010 contra el nuevo presidente Bakíev abría esperanzas a la democratización en un país que había de derrocar los gobiernos a base de revueltas populares. Esta segunda revolución, capitaneada por una nueva presidenta, Roza Otunbayeva, desplegó un referéndum sobre cuestiones básicas como la limitación de los poderes presidenciales. Sin embargo, el camino no era sin embargo sencillo, pues se estaba desarrollando en medio de difíciles circunstancias como eran los graves enfrentamientos en Jalalabad y, de nuevo, Osh.

Más información:
Olivier Roy, “La nueva Asia Central o la fabricación de naciones”, Sequitur.
Colin Thubron, “El corazón perdido de Asia”, Altair.
Francisco López-Seivane, “Viaje al silencio”, Alianza Editorial.
Thomas O Höllmann, La Ruta de la Seda, Alianza Editorial.

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