Efectivamente, sé que el título es un poco bizarro, como os
habéis podido imaginar, pero es que no he encontrado otra forma mejor de
titular estas líneas. Como decía el chiste del ciego que pasó sus dedos por la
pared de gotelé, yo también me pregunto quién ha escrito esta gilipollez de “Cosas
que no te han explicado sobre la Segunda
República ”, que anda circulando con un tufo Pío Moa que echa
para atrás. Sé, o imagino, que no habrá sido Pío Moa, ese ex GRAPO que anda
dándonos hoy día lecciones de cómo ser un buen ultraderechista con conocimiento
de todo y entendimiento de nada y aplauso de la derecha más “gore” en las ondas
y las galeradas de la prensa escrita. Pero si no es así, dese luego tiene toda
la pinta de ser un admirador/a o un émulo/a que no le anda a la zaga.
Como dijo Bertolt Brecht en su día, quien no conoce la
verdad es tan sólo un ignorante, pero quién conociéndola la oculta es un
criminal. No sé en cual de las dos posiciones se encuentra aquel que ha escrito
“COSAS QUE NO TE HAN EXPLICADO…” En cualquier caso, en aras de ofrecer un
servicio público y evitar que reincida en su conducta, así como para obedecer a
aquel “hadiz” musulmán que dice que se encuentra en pecado aquel que no revela
sus conocimientos a quien no los tiene, ofrezco mis argumentos para responder a
lo que se exhibe en tal artículo.
No es el primero -o la primera- que insiste en semejante
idea. Ya antes anduvo por esos derroteros el señor César Vidal, y antes que
César Vidal Ricardo de la
Cierva , por poner un ejemplo.
Por supuesto, es sabido que las elecciones del 12 de abril
de 1931 eran unas elecciones municipales. No eran unas elecciones a Cortes ni
un plebiscito, entre otras cosas porque el gobierno del almirante Aznar, el
último gobierno de la monarquía de Alfonso XIII, se negó a celebrarlas,
estableciendo que antes que eso era mejor o preferible o como quiera decirse la
celebración de las municipales. Ahora bien, el resultado fue interpretado desde
el primer momento, y por las propias filas dinásticas, como el estado de
opinión del país contra la monarquía, dándole ellos mismos la categoría de
plebiscito en favor de la república. No hay más que leer las declaraciones del
propio almirante Manuel Aznar, quien preguntado por los periodistas por si se
había abierto una crisis de gobierno, respondió de manera tajante que “qué
mayor crisis esperan ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y se
levanta republicano”.
¿Y cómo es que se había levantado republicano con una
mayoría de concejales monárquicos? Sencillo: para unos y otros, el voto rural,
dominado por la corrupción y el caciquismo, donde se decantó la balanza a favor
de las fuerzas políticas dinásticas, no expresaba el estado de opinión del
país. En donde se podía calibrar realmente la opinión de la calle era en las
ciudades, en las capitales de provincia y en los núcleos como Gijón, Cartagena,
Sabadell, Vigo, Barakaldo o Jerez de la Frontera , ciudades industriales y comerciales en
las que las redes de compra de votos clásicas de la monarquía no podían influir
como venían haciendo en las zonas rurales. Lo que se daba en llamar el “voto
libre” dio la mayoría, en capitales provinciales y otras ciudades importantes,
a los republicanos. Madrid, Valencia, Barcelona, Zaragoza, Sevilla, Murcia…
prácticamente no había ciudad importante del país que no hubiera votado
mayoritariamente por concejales republicanos.
Ante esta situación, el júbilo popular, las banderas
tricolores y la inquietud monárquica por unos resultados que le habían dado la
espalda y la actitud de una tropa que, como expresó Sanjurjo al rey, no se
sabía de que lado podía ponerse si se la ordenaba, como era deseo del monarca,
reprimir las manifestaciones -así pues, queda desmontado el mito de un rey que
se va para no provocar un conflicto civil, pues él mismo era el primero que
deseaba aferrarse al poder, cosa que sus consejeros, observando el panorama, le
convencieron que no hiciera, pues no le podían garantizar la efectividad de la
represión del movimiento republicano- dieron pie a una caída de la monarquía
provocada por esos resultados, consecuencia de los propios yerros de una
monarquía empeñada en rescatar las viejas prácticas políticas -como expresara Ortega
en “El error Berenguer” en 1930- y desgastada por los escándalos de la guerra
de Marruecos (batalla de Annual y expediente Picasso, que salpicaba
directamente al rey) y el apoyo del rey a la dictadura de Primo de Rivera,
cayendo Alfonso XIII casi al mismo tiempo que el dictador.
Pero añadimos más. Si alguien puede considerar que el
proceso de proclamar una república sin plebiscito “avant la lettre”, como en
Italia o en Grecia, falsifica la calidad democrática de su proclamación, no
tenemos más que observar a la repetición de las elecciones municipales de mayo
de 1931, para aquellos municipios que no la hubieran celebrado en abril, o a
las elecciones a Cortes Constituyentes de junio de ese mismo año. Si bien se
puede objetar que el gobierno provisional, su acción de gobierno o el llamado
por entonces “encasillado oficial” pudieron haber influido (falseado, dirán
algunos) los resultados, el veterano hispanista norteamericano Gabriel Jackson
describe aquellas elecciones como unas elecciones en las que se garantizó la
limpieza y la libertad de acción por parte del ministerio de Gobernación,
Miguel Maura, y que no existieron manejos por parte de los vencedores en las
mismas. La colocación en las listas de candidatos de probada capacidad
intelectual, aunque desconocidos para el electorado, no puede considerarse un
síntoma de falseamiento, pues al fin y al cabo existió una pretensión de
colocar en el parlamento a personas capaces de otorgar al futuro parlamento un
cierto carácter de “asamblea de notables” que prestigiara al régimen y a la
futura ley fundamental, y que en definitiva no influyó en la decisión popular
última de decantarse por la monarquía o la república. Se puede decir, asimismo,
que la celebración de las elecciones tan pronto, no dando tiempo a organizarse
a la oposición, era un síntoma de querer aprovechar una situación favorable en
detrimento de la verdadera voluntad popular. Pero, contra esta opinión, los
ensayistas José Antonio Marina y Mª Teresa Fernández de Castro, adujeron que el
gobierno provisional actuó con buen criterio, decidiendo no prolongar esa
situación de provisionalidad del ejecutivo del 14 de abril , de su Estatuto
Jurídico y de la propia “juridicidad latente de la revolución”, a la que se
refirió uno de los representantes socialistas en el ejecutivo, Fernando de los
Ríos. Gerald Brenan, testigo de aquella época, nos advierte de que los
resultados, otorgando una mayoría abrumadora a los grupos republicanos,
especialmente a dos de los intervinientes en el Pacto de San Sebastián,
republicanos de izquierda y socialistas, dejando en franca minoría a los
monárquicos, dieron plena validez a la proclamación y la construcción del
régimen republicano naciente. Por lo tanto, la victoria de la República fue una
victoria plenamente legítima, aunque naciera de unas circunstancias
particulares.
UNOS SÍMBOLOS MONÁRQUICOS PARA UNA REPÚBLICA
¿Por qué no decir unos símbolos nacionales desprovistos de
parafernalia dinástica? El escudo adoptado por la República fue el del
gobierno provisional de 1868, después de que la Revolución de
Septiembre de ese año, la llamada “Gloriosa” destronara a Isabel II. Por
entonces, el escudo nacional no tenía más que los cuarteles de Castilla y León,
en forma ovalada y con la corona regia sobre tal óvalo. ¡Gloria sea dada al
gobierno provisional y a la Segunda República por adoptar como escudo de
armas del país un símbolo usado en exclusiva por los reyes, que simbolizaba sus
dominios, como quien marca sus fincas, y reflejando así la realidad española,
que no fue otra que su formación a partir de la unión de otros reinos más como
los de Aragón, Navarra y Granada!
¿No será más bien que la monarquía constitucional actual
copia a la Segunda República
y decide usar como escudo nacional el mismo escudo que antes usaba la familia
real, y que fue usado por el gobierno provisional primero y después establecido
como escudo nacional entre 1931 y 1939 con el régimen republicano, sólo que
incorporando los símbolos dinásticos, esto es, la corona real, las coronas que
adornan los capiteles de las columnas, el escusón con las flores de lis
borbónicas y las olas en la basa de las columnas que las asientan sobre el mar,
mientras que en las versiones de 1868 y 1931 se asentaban sobre la tierra? Más
parece, pues en las épocas de la monarquía, desde Isabel II -recordemos que
antes de esta reina, la bandera era sólo usada en la armada y del escudo no
tenemos noticia- no había otro escudo nacional que el ovalado.
Se afirma en “COSAS QUE NO TE HAN EXPLICADO…” que la
coronal mural es un símbolo real. En realidad, la historia de la corona mural
viene del Imperio Romano, en la que se otorgaba esta corona a quien saltara
primero los muros de una ciudad. En las épocas modernas, la corona mural es la
representación, efectivamente, de la ciudad, y tanto el gobierno provisional
(como luego la
Segunda República , en las representaciones de la “Mariana”
española, difiriendo de la “Marianne” francesa en que la segunda lleva el gorro
frigio y en que la primera lo lleva acompañado por la corona mural, y a veces
incluso sin gorro frigio, como puede verse en algunos carteles republicanos de
propaganda durante la guerra civil) decidieron adoptar la coronal mural por
representar la soberanía ciudadana (“civitas”, ciudad en latín, y de ahí
“civil”, “cívico”) y su supremacía, en claro contraste con la supremacía del
poder regio. Superación, por tanto, de la dicotomía “súbditos” versus
“ciudadanos” a favor de la segunda. ¡Ah! Afirmase, para afianzar la tesis de la
corona mural como símbolo real, que esta puede verse en los escudos municipales
de otros estados monárquicos. Esto, que no es cierto, pues observando varios
escudos municipales de ciudades pertenecientes a reinos de nuestro entorno como
Bélgica (Bruselas, Amberes, Malinas o Gante); Suecia (Estocolmo, Gotemburgo o Upsala);
Luxemburgo (la capital o Dudelange); Dinamarca (Aarhus, Odense o Copenhague); Países
Bajos (Alkmaar, Amsterdam, Rotterdam, Eindhoven, Haarlem o Groninga) o el Reino
Unido (Manchester, Portsmouth, Oxford, Londres o Newcastle), sólo he encontrado
coronas murales en dos ciudades del reino de Noruega: la capital, Oslo, y creo
que Trondheim.
El único país de nuestro entorno donde existe, con
profusión, la corona mural, es en nuestro vecino del oeste, Portugal, que es un
estado republicano desde 1910. Prácticamente todos los municipios de Portugal
tienen su escudo municipal presidido por una corona mural, y su bandera tiene
la misma estructura. Es más: la bandera del municipio pacense de Olivenza es
igual a la de sus municipios vecinos lusitanos, pues no en vano Olivenza formó
parte hasta finales del siglo XVIII de Portugal, pero… ¡sorpresa!, el escudo
oliventino no está presidido, como cabría esperar por todos esos siglos de
historia común con Portugal y por tratarse de un municipio, por una corona
mural, sino por una corona real, como sucede con muchos otros pueblos, villas,
aldeas y ciudades españolas -excepciones, pocas: apenas Écija, Cartagena y pocos
más-. No sé si esto es porque se desea desterrar la herencia portuguesa de
Olivenza o porque se desea desterrar la idea de república que aparece asociada
a la corona mural que presidió el escudo nacional durante la Segunda República.
Y ahora que hablamos de Portugal: también la República Portuguesa
tiene un escudo que parte de un símbolo monárquico, que no es otro que el
escudo de las torres y las quinas (las cinco quinas que aparecen sobre fondo
blanco, representando las cinco victorias del rey Afonso Henriques sobre los
musulmanes), al que, en su día, se desproveyó de la corona regia y se sobrepuso
sobre la esfera armilar que simbolizaba la expansión portuguesa por los
océanos. ¿Hicieron mal los republicanos portugueses por elegir un símbolo que
formaba parte del imaginario colectivo portugués, otorgándole un nuevo
significado con la llegada de un nuevo régimen? ¿Hicieron mal los republicanos
españoles? ¿Hubiera sido mejor elegir un emblema, del tipo del de la República Francesa
o de las repúblicas socialistas este-europeas, como fueron los casos de
Yugoslavia, Hungría o la RDA ?
En cada caso, se tomó una determinada decisión, pero no creo, desde mi modesta
opinión, que la decisión de los republicanos españoles de 1931 fuera una
decisión desacertada, y si se critica la de estos, podemos hacer lo mismo con
todos, sean los portugueses de 1910 o los franceses de 1870.
Pasando a la cuestión de la bandera, sí, es cierto que la Primera República
estuvo presidida por la roja y gualda, pero eso no quiere decir que no hubiera
entonces quien propugnara la tricolor. Sin embargo, no sería hasta más adelante
cuando la opción de la tricolor para simbolizar el espíritu republicano y el
cambio de régimen se hiciera más general y amplia entre los movimientos
republicanos, por lo que a la hora de proclamar la Segunda en 1931 la
tricolor -incorporándose a los colores tradicionales rojo y amarillo el morado,
símbolo por un lado del legendario pendón morado de Castilla, confusión en
realidad con la bandera del Tercio de Infantería de Castilla, el regimiento
militar más antiguo de España, y por otro de los movimientos liberales y
democráticos del siglo XIX, iniciándose con “Los Comuneros” durante el reinado
de Fernando VII y con la bandera bordada por Mariana Pinada en el momento de su
apresamiento por los guardias de este monarca absoluto, como comenta José
Manuel Erbez en su artículo “La tricolor. Breve historia de la bandera
republicana”- estaba mucho más difundida que en los años setenta del siglo
anterior. Y no debemos olvidar que la Primera República
usaba esta bandera, en cuya versión oficial aparecía con el escudo ovalado sin
corona, de modo provisional, pues se estaba entonces realizando un proyecto de
bandera inspirado en la triada francesa, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”.
Y puestos a hablar de símbolos monárquicos, nos olvidamos
del himno de Riego, el himno oficioso de la Segunda
República , el himno de la libertad por excelencia del siglo
XIX español, que sin tener rango de himno oficial presidía no obstante las
celebraciones oficiales, los partidos de fútbol de la selección y otros
acontecimientos. El himno, compuesto en homenaje a Rafael de Riego, el coronel
y luego general que se levantó contra el absolutismo de Fernando VII en Las
Cabezas de San Juan y proclamó la Constitución de 1812, obra de Evaristo San
Miguel. Fue himno nacional durante el Trienio Liberal (1820-1823), pero el
desprecio hecho por la propia monarquía a Riego y los liberales que perdieron
la vida, la libertad o su hogar tras la restauración del absolutismo,
prefiriendo una marcha extranjera, prusiana, como es la Marcha Real , frente a un himno
compuesto en Algeciras por un notable español, en homenaje a otro español y por
la libertad de los españoles, con música además inspirada -según se comenta- en
la popular danza del “Ball de Benás” o Baile de Benasque (Huesca) no deja lugar
a dudas de que, ante ese desprecio por el espíritu de la libertad y esa
preferencia por lo extranjero por parte de quienes dicen defender las esencias
patrias, empezando por la propia monarquía, para los republicanos nos es siempre
preferible el himno de Riego, por muy ratonero e incantable (al menos tiene
letra) que sea.
UNA CONSTITUCIÓN SIN REFERÉNDUM
Aquí, en este caso, como en otros que vamos a ver a
continuación, se ha decidido observar con parámetros del presente prácticas
jurídicas del pasado, por lo que se incurre en el error de no observar ni
dentro del contexto ni de las prácticas constitucionales del momento la
aprobación de la
Constitución republicana de diciembre de 1931.
Curiosamente, ninguna de estas constituciones, así como en
su día las Leyes Constitucionales francesas de 1875, eslabones jurídicos
supremos de la III República
de nuestro vecino del norte, al que los intelectuales, legisladores y políticos
republicanos españoles se sentían particularmente cercanos, fue refrendada por
referéndum, sino que se limitó a ser aprobada por las Cortes Constituyentes de
estos países. Se consideraba entonces que el mandato popular recibido por los
miembros de la asamblea constituyente era condición suficiente para que, una
vez aprobada la Carta Magna
en dicha asamblea, no fuera necesario someterla a votación ciudadana. ¿Era un
pensamiento erróneo? Quizá sí, pero en cualquier caso las Cortes Constituyentes
de la Segunda República
no hacían más que obrar de acuerdo a como lo habían hecho otros países democráticos
de su entorno, los cuales habían acometido una revolución republicana de
similares características. Esto es, en definitiva, de acuerdo a los usos y
costumbres de su época.
Es más: en 1947, después de tener lugar el referéndum que
dio la victoria a la
República en Italia y de convocarse elecciones para una
Asamblea Constituyente que redactase una nueva Constitución italiana (aún hoy
vigente, con modificaciones), la aprobación de la susodicha ley fundamental
transalpina se realizó mediante la aprobación de la Asamblea en diciembre de
ese año, promulgándose a los pocos días y entrando en vigor a partir del 1 de
enero de 1948. No existió tampoco referéndum popular. ¿Fue menos democrática la Constitución
italiana? ¿Lo fue menos comparativamente la Constitución
republicana de 1931? Vemos así que es peligroso juzgar las cosas fuera de
contexto.
No son pocos los ejemplos de regímenes democráticos que, en
mayor o menor medida, han adoptado medidas que, en momentos de crisis o
amenaza, han ido encaminadas a limitar el ejercicio de libertades públicas. Que
estas medidas sean criticables no significa, sin embargo, que por ello se deba
atacar la esencia misma del régimen democrático que preside el país salvo que de
tales medidas se deriven indicios racionales para ello. Así, por ejemplo,
tenemos en tiempos recientes el Acta Patriótica promulgada en Estados Unidos
tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, o, algo más lejanos en el
tiempo, las medidas de excepción promulgadas por el gobierno británico en
Irlanda del Norte como resultado del conflicto entre protestantes unionistas y
católicos republicanos, la ilegalización de la OAS en Francia por parte de Charles de Gaulle en
los años del conflicto por la independencia de Argelia o el Comité de
Actividades Antiamericanas desarrollado en los Estados Unidos por el senador
McArthy. Francia, Estados Unidos o Gran Bretaña eran todos ellos estados
democráticos que, como explicó Ricard Vinyes en su artículo en Público “La invención de un silencio”
adoptaron medidas antidemocráticas que no fueron contra la esencia del propio
régimen, aunque sí que fueron, desde luego, medidas censurables e incluso
dieron lugar a arrepentimientos recientes como el del premier David Cameron por la famosa matanza del “Domingo
Sangriento” causada por el ejército británico en Belfast.
Y nótese que las primeras voces críticas a la Ley de Defensa surgen en el
propio seno de la coalición de gobierno republicano-socialista, de las filas
del PSOE, lo que hará que sea derogada en septiembre de 1933, es decir, en
tiempo muy anterior a su derogación automática con la extinción de la
legislatura de las Cortes Constituyentes, prevista para junio-julio de 1935. Es
cierto que se suspendió durante seis meses el diario “ABC”, pero no debemos
ignorar que este periódico tuvo también algo que ver con la difusión de
noticias falsas -uno de los supuestos en los cuales cabía actuar al ministro de
Gobernación-, como era por ejemplo difundir como altercado de orden público,
con la misma gravedad que un motín o una rebelión, una simple reyerta
tabernaria. Pero la libertad de prensa estuvo entonces al nivel más alto jamás
visto en la historia de España. Algunos datos, revelados por Gabriel Jackson o
Eduardo Haro Tecglen, muestran que los medios de la oposición fueron
particularmente críticos con Marcelino Domingo (ministro de Agricultura) por el
problema triguero, Indalecio Prieto (Obras Públicas) por su apoyo a los mineros
del carbón asturiano, comprando carbón del país en detrimento de la exportación
de carbón inglés, o que Gracia y Justicia,
el semanario satírico derechista, hacía burlas en sus viñetas a Macià y a
Azaña, e incluso llegaron, sin ninguna base, a caracterizar al político alcalaíno
de homosexual y de mantener una relación extramatrimonial con su cuñado,
Cipriano de Rivas Cherif. Eduardo de Guzmán y Ramón José Sender fueron algunos
de los periodistas y escritores que acudieron a Casas Viejas en 1933 para dar
cuenta en crónicas al diario La Tierra de los
luctuosos crímenes cometidos por la Guardia de Asalto y el capitán Manuel
Rojas, de los que se quisieron hacer responsables último a Azaña y su director
general de Seguridad, Arturo Menéndez.
Resulta curioso observar que con la dura Ley de Defensa de la República vigente
durante el primer bienio los derechos individuales y la libertad de prensa
estuvieran más protegidos que a lo largo del bienio radical-cedista, cuando ya
estaba en pleno funcionamiento la más liberal Ley de Orden Público. Y es que, a
lo largo de la mayor parte de este período, se estuvo bajo el segundo de los
estados de emergencia previstos: el de alarma, que suponía la suspensión de las
garantías constitucionales. Con sindicalistas detenidos, periódicos cerrados,
otros funcionando bajo la estricta vigilancia de la censura y algunos otros
secuestrados de hecho, como llegó a ser el caso de El Defensor de Granada, el diario republicano de la provincia
nazarí, que “se perdía” por el camino mientras su rival católico y conservador,
Ideal, llegaba a su hora, no deja de
ser extraño a la par que sintomático de un tiempo el comportamiento de unas
autoridades y otras.
Y no debe olvidársenos que en política, como en muchas
ocasiones en la ciencia, se funciona a base del método de prueba y error. En
1936, el Frente Popular se presentó con un programa que incluía entre otros
puntos el restablecimiento del principio de autoridad sin perjuicio del
ejercicio de los derechos del ciudadano. Establecía que se redactaría una nueva
ley de orden público, con objeto de evitar las arbitrariedades que el poder
político había realizado en épocas pasadas. La República , aún en
construcción, daba todavía pasos para un mejor asentamiento de los principios
democráticos. No fue posible, sin embargo, llegar a establecer esta nueva ley
tras la victoria de la coalición de izquierdas. La amnistía a los presos de la
revolución de octubre, la validación de las actas y la repetición de las
elecciones en las circunscripciones en las que hubo irregularidades, la
reintegración de los despedidos, la aceleración de la reforma agraria y el
rescate de bienes comunales, la reposición de la Generalitat y los
ayuntamientos suspendidos en 1934, la preparación de las luego aplazadas
elecciones municipales, la elección del nuevo presidente de la República , la concesión
de la autonomía regional a Galicia y Euskadi y la acuciante cuestión del orden
público con ecos de algarada militar llenaron los debates políticos de aquellos
escasos meses que fueron de febrero a julio.
Imaginemos que nos encontramos ante un conductor muy
enfadado que se presenta en el concesionario donde se ha comprado su último
coche y le dice al empleado “Oiga, vengo a reclamar porque el coche que me
vendió no es en absoluto seguro, como me aseguró. Me he ido con él contra un
muro a doscientos por hora y me he pasado una semana en el hospital. ¡Y el
coche se ha quedado siniestro total!”
Pues más o menos esto es lo que se viene a decir con
respecto a la Ley
de Vagos y Maleantes de 1933, la llamada “Gandula” elaborada por Jiménez de
Asúa y Mariano Ruiz Funes, dos de los mejores especialistas en Derecho Penal
que había por entonces en España. Un instrumento que, utilizado de manera cruel
y retorcida por el régimen franquista en un primer momento y modificada en 1954
al gusto de la moral reaccionaria de las autoridades del “Nuevo Estado”, acaba
utilizándose para unos fines no previstos ni por la ley ni por los
legisladores. Como la ley acaba dando frutos no deseados y moralmente censurables
hoy día, pero no nos apetece ejercer la crítica al general y dictador Franco y
su equipo por llevar a cabo tales acciones, se pone el foco no sobre el
ejecutor, sino sobre el instrumento. Y como el instrumento fue obra de la República , la culpa de
las perversidades es de la
República.
“La
Gandula ” o Ley de Vagos y Maleantes de agosto de 1933 fue
quizá la única ley aprobada con el apoyo de todas las fuerzas políticas de las
Cortes Constituyentes -a no ser algún artículo de la Constitución , como el
referente a Madrid como capital de la República , y hasta pudo haber alguien que
quisiera fijarla en Toledo, Basauri o Quismondo-, y se redactó con objeto de
penar como delitos acciones que eran consideradas como faltas hasta entonces.
¿Qué actos? La mendicidad profesional y vivir de la mendicidad ajena, la
explotación como mendigos de personas con discapacidad, el tráfico de
estupefacientes, el proxenetismo, el suministro de alcohol a menores, el juego
clandestino, el hurto reiterado, la toxicomanía o el alcoholismo. Cada uno de
estos actos conllevaba una determinada pena, que podía ir desde la multa y la
reclusión en instituciones especiales por un tiempo determinado en la propia
ley (no inferior a un año y no mayor a tres o cinco años, en función de los supuestos),
en las que el reo sería reinsertado a través de la enseñanza de un oficio -la
administración asumía el compromiso de encontrar un empleo para el penado- a la
acogida en las denominadas “casas de templanza” o institutos de desintoxicación
en el caso de ebrios y drogadictos, pasando por la incautación del dinero y
efectos en el de los estafadores o el alejamiento de las poblaciones y la
obligación de comunicar a las autoridades el domicilio.
Estas medidas no se alejan demasiado de las que se han adoptado
con el fin de atajar el carterismo hoy día, que hasta fechas recientes ha
constituido una falta por tratarse de hurto y acababa con quien realizaba estos
actos entrando y saliendo casi automáticamente de los calabozos. O iban también
con objeto de erradicar prácticas que hoy están también a la orden del día,
como la explotación por parte de mafias de mendigos a quienes arrancan la
recaudación.
La gravedad del asunto devino de que, tanto en su época
como en la dictadura franquista, la ambigüedad de los últimos puntos del
redactado dio pie a actuaciones arbitrarias. Se contenía, así, en el redactado
la posibilidad de calificar como “peligroso” a alguien que observara una
conducta tendente al delito por su relación con malhechores o por frecuentar
los lugares de reunión de estos. Así, esto causó que muchos sindicalistas, en
especial durante el Bienio Negro, fueran detenidos en base a la Ley de Vagos y Maleantes. Al
decretarse la amnistía de los encartados por la revolución de octubre de 1934,
el órgano del PCE Mundo Obrero reclamó
al gobierno del Frente Popular que se extendiera la amnistía a los presos
políticos que habían sido detenidos en aplicación de “La Gandula ”. El gobierno
procedió a su liberación, así como a fomentar desde el poder el uso no político
de la ley, de tal modo que se utilizase para los fines que había sido
elaborada, esto es, perseguir a proxenetas, traficantes, carteristas,
explotadores de menores y hampones varios. Por los datos manejados por el
profesor Iván Heredia Urzaiz, de la Universidad de Zaragoza, al menos en esta ciudad,
capital del anarquismo más puro, los escasos expedientes tramitados hasta la
sublevación de julio muestran que la aplicación de la ley se realizó con tales
parámetros.
Ahora bien, ¿qué pasó desde el final de la guerra civil?
Las autoridades del “Nuevo Estado” franquista llevaron a cabo una aplicación de
la ley muy diferente a la que Ruiz Funes y Jiménez de Asúa habían previsto en
su día. En primer lugar, con la reclusión de los detenidos en las ultramasificadas
cárceles de la posguerra por un tiempo indefinido y no por el tiempo máximo
fijado en la ley, imposibilitando cualquier tipo de reinserción mediante la
enseñanza y el trabajo o la cura de las toxicomanías que padecieran los reos.
En segundo lugar, con transferencia de la autoridad sobre
el futuro de los reos y sus informes de buena conducta en lugar de los jueces
delegados especiales de vagos a los funcionarios de prisiones, dado que los
primeros pasaron a desentenderse de esta esfera de su competencia. Suponía la
asunción de un enorme poder sobre la vida de los condenados por parte de los
funcionarios y la dirección de la prisión, quienes, como asegura Urzaiz, “a
través de sus observaciones y valoraciones podían influir en la puesta en
libertad de todos los presos encarcelados a través de la Ley de Vagos”.
Y en tercer lugar, utilizándola de nuevo de modo
partidista/ideológico, pues muchos de los mendigos profesionales que habían
creado no eran otra cosa que republicanos o familiares de republicanos muertos o
asesinados que, privados de propiedades, trabajo o cualquier otro medio de
subsistencia a consecuencia de las incautaciones, multas y depuraciones
profesionales, no tenían más alternativa que la mendicidad o la prostitución,
tan extendida en el caso de las mujeres “rojas”. Así que se daba así una nueva
oportunidad para encarcelar a los izquierdistas que no habían entrado en la
cárcel o ya habían pasado por ella. Y por otro lado, aprovechando la ambigüedad
del texto de 1933, y reflejándolo de forma clara en el de 1954, el régimen
franquista pasaba a considerar como “maleantes” a los homosexuales,
consideración que no estaba presente en el texto original, y que además no
podría estarlo, pues en la reforma del Código Penal de 1870 emprendida por los
republicanos y que dio origen a una nuevo en 1932, la homosexualidad dejó de
estar penada.
El problema, por tanto, no es la ley de 1933. Es el uso que
acabó haciéndose de la ley de 1933.
¿Censura de escenas de procreación de abejas? ¿De escenas
de homosexualidad?
Hombre, de esos datos concretos no disponemos, pero lo que
sí podemos asegurar es que resultan poco menos que inverosímiles. Como hemos
mencionado anteriormente, la
República despenalizó la homosexualidad y el clima de tolerancia
de la calle con respecto a este tema era mucho más libre que en la época
inmediatamente anterior. Además, censurar escenas de abejas cuando circulaban
de forma libre novelas eróticas en las librerías de viejo -recordemos el
comentario de los dos adolescentes en “Las
bicicletas son para el verano”, de Fernán Gómez- o las postales pícaras de
Haro Tecglen en “El niño republicano”
es cuando menos de una incongruencia atroz.
¡Ah!, Ahora que menciono a Haro… Una anécdota ilustrativa
de ese ambiente liberal fue que un niño como él, cuando después de la guerra
fue solicitado en la escuela a que hiciera el comentario de una obra literaria,
optó por hacer la de la polémica “Yerma”,
de García Lorca. “Yerma”, escrita y
publicada en los años del primer bienio y estrenada con gran escándalo de las
buenas gentes en 1934, hablaba del drama de una mujer estéril. Cuando aquel
inocentón de niño que era Haro entregó el comentario, cual no sería su sorpresa
al ver que el profesor rugía: “¡¿Pero tú estás loco!? ¡¿Tú crees que puedes
andar escribiendo de estas cosas?!” El pobre Haro pensaba que todavía, como en
los años de la República ,
se podía hablar de “Yerma”.
Yendo a datos concretos, en el especial “España amanece republicana” editado por
Público con motivo del 80º aniversario
del 14 de Abril, se puede ver que la tijera republicana fue la más laxa habida
en la historia de España hasta la desaparición de la censura en 1976. Un
porcentaje mínimo de las películas estrenadas en España contenía escenas
suprimidas, e ínfimo era el porcentaje de películas prohibidas. Entre estas, “Las Hurdes: Tierra sin pan”, de Luis
Buñuel, un encargo del Ministerio de Instrucción Pública del gobierno
republicano-socialista que acabó por ser tragado por el olvido por parte de las
autoridades radical-cedistas, en uno de los escándalos de censura más
flagrantes jamás vistos. El ejecutivo que encarga a un artista una obra
eminentemente documental rechaza luego aceptar sus compromisos. ¡Bravo!
Y volvemos a reiterar: hasta no hace muchos años, menos de
los que nos imaginamos, otros países democráticos han tenido tijeras para
recortar las publicaciones y las obras cinematográficas. Quien haya visto Cinema Paradiso puede ver como el cura
del pueblo censuraba los besos, sintomático del ambiente católico de una Italia
en transición. O si no, la disparatada Porky’s
II, en la que unos cuantos lunáticos ultrarreligiosos tratan de boicotear
la representación de Shakespeare por parte de los alumnos de un instituto norteamericano,
bajo la premisa de que es un atentado contra la decencia, al tiempo que actúan
en connivencia con unas autoridades locales que se reúnen para ver porno
clandestinamente en los sotanos del ayuntamiento. Puede que sea una locura de
película, pero no deja de reflejarse en ella la realidad de un tiempo en la que
la moral pacata y la censura estaban presentes incluso en la cuna de la
revolución liberal y de las luchas por las libertades cívicas, los EE.UU.
Dejo la
tarea por hoy. Quedan otros aspectos descritos en el artículo, pero incurren en
la misma falta de sentido y sensibilidad (perdóname Jane Austen) que los
anteriores. Espero que, parafraseando a Manuel Portela Valladares, todo lo
escrito aquí sirva para que la conducta de cada cual le deje en el lugar que le
corresponde.
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