jueves, 1 de agosto de 2013

COSAS QUE POSIBLEMENTE NO SABE QUIEN ESCRIBIÓ "COSAS QUE NO TE HAN EXPLICADO SOBRE LA SEGUNDA REPÚBLICA"

http://www.outono.net/elentir/2011/04/14/cosas-que-posiblemente-no-te-han-explicado-sobre-la-segunda-republica/

Efectivamente, sé que el título es un poco bizarro, como os habéis podido imaginar, pero es que no he encontrado otra forma mejor de titular estas líneas. Como decía el chiste del ciego que pasó sus dedos por la pared de gotelé, yo también me pregunto quién ha escrito esta gilipollez de “Cosas que no te han explicado sobre la Segunda República”, que anda circulando con un tufo Pío Moa que echa para atrás. Sé, o imagino, que no habrá sido Pío Moa, ese ex GRAPO que anda dándonos hoy día lecciones de cómo ser un buen ultraderechista con conocimiento de todo y entendimiento de nada y aplauso de la derecha más “gore” en las ondas y las galeradas de la prensa escrita. Pero si no es así, dese luego tiene toda la pinta de ser un admirador/a o un émulo/a que no le anda a la zaga.
Como dijo Bertolt Brecht en su día, quien no conoce la verdad es tan sólo un ignorante, pero quién conociéndola la oculta es un criminal. No sé en cual de las dos posiciones se encuentra aquel que ha escrito “COSAS QUE NO TE HAN EXPLICADO…” En cualquier caso, en aras de ofrecer un servicio público y evitar que reincida en su conducta, así como para obedecer a aquel “hadiz” musulmán que dice que se encuentra en pecado aquel que no revela sus conocimientos a quien no los tiene, ofrezco mis argumentos para responder a lo que se exhibe en tal artículo.

LA PROCLAMACIÓN ILEGAL DE LA SEGUNDA REPÚBLICA
No es el primero -o la primera- que insiste en semejante idea. Ya antes anduvo por esos derroteros el señor César Vidal, y antes que César Vidal Ricardo de la Cierva, por poner un ejemplo.
Por supuesto, es sabido que las elecciones del 12 de abril de 1931 eran unas elecciones municipales. No eran unas elecciones a Cortes ni un plebiscito, entre otras cosas porque el gobierno del almirante Aznar, el último gobierno de la monarquía de Alfonso XIII, se negó a celebrarlas, estableciendo que antes que eso era mejor o preferible o como quiera decirse la celebración de las municipales. Ahora bien, el resultado fue interpretado desde el primer momento, y por las propias filas dinásticas, como el estado de opinión del país contra la monarquía, dándole ellos mismos la categoría de plebiscito en favor de la república. No hay más que leer las declaraciones del propio almirante Manuel Aznar, quien preguntado por los periodistas por si se había abierto una crisis de gobierno, respondió de manera tajante que “qué mayor crisis esperan ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano”.
¿Y cómo es que se había levantado republicano con una mayoría de concejales monárquicos? Sencillo: para unos y otros, el voto rural, dominado por la corrupción y el caciquismo, donde se decantó la balanza a favor de las fuerzas políticas dinásticas, no expresaba el estado de opinión del país. En donde se podía calibrar realmente la opinión de la calle era en las ciudades, en las capitales de provincia y en los núcleos como Gijón, Cartagena, Sabadell, Vigo, Barakaldo o Jerez de la Frontera, ciudades industriales y comerciales en las que las redes de compra de votos clásicas de la monarquía no podían influir como venían haciendo en las zonas rurales. Lo que se daba en llamar el “voto libre” dio la mayoría, en capitales provinciales y otras ciudades importantes, a los republicanos. Madrid, Valencia, Barcelona, Zaragoza, Sevilla, Murcia… prácticamente no había ciudad importante del país que no hubiera votado mayoritariamente por concejales republicanos.
Ante esta situación, el júbilo popular, las banderas tricolores y la inquietud monárquica por unos resultados que le habían dado la espalda y la actitud de una tropa que, como expresó Sanjurjo al rey, no se sabía de que lado podía ponerse si se la ordenaba, como era deseo del monarca, reprimir las manifestaciones -así pues, queda desmontado el mito de un rey que se va para no provocar un conflicto civil, pues él mismo era el primero que deseaba aferrarse al poder, cosa que sus consejeros, observando el panorama, le convencieron que no hiciera, pues no le podían garantizar la efectividad de la represión del movimiento republicano- dieron pie a una caída de la monarquía provocada por esos resultados, consecuencia de los propios yerros de una monarquía empeñada en rescatar las viejas prácticas políticas -como expresara Ortega en “El error Berenguer” en 1930- y desgastada por los escándalos de la guerra de Marruecos (batalla de Annual y expediente Picasso, que salpicaba directamente al rey) y el apoyo del rey a la dictadura de Primo de Rivera, cayendo Alfonso XIII casi al mismo tiempo que el dictador.
Pero añadimos más. Si alguien puede considerar que el proceso de proclamar una república sin plebiscito “avant la lettre”, como en Italia o en Grecia, falsifica la calidad democrática de su proclamación, no tenemos más que observar a la repetición de las elecciones municipales de mayo de 1931, para aquellos municipios que no la hubieran celebrado en abril, o a las elecciones a Cortes Constituyentes de junio de ese mismo año. Si bien se puede objetar que el gobierno provisional, su acción de gobierno o el llamado por entonces “encasillado oficial” pudieron haber influido (falseado, dirán algunos) los resultados, el veterano hispanista norteamericano Gabriel Jackson describe aquellas elecciones como unas elecciones en las que se garantizó la limpieza y la libertad de acción por parte del ministerio de Gobernación, Miguel Maura, y que no existieron manejos por parte de los vencedores en las mismas. La colocación en las listas de candidatos de probada capacidad intelectual, aunque desconocidos para el electorado, no puede considerarse un síntoma de falseamiento, pues al fin y al cabo existió una pretensión de colocar en el parlamento a personas capaces de otorgar al futuro parlamento un cierto carácter de “asamblea de notables” que prestigiara al régimen y a la futura ley fundamental, y que en definitiva no influyó en la decisión popular última de decantarse por la monarquía o la república. Se puede decir, asimismo, que la celebración de las elecciones tan pronto, no dando tiempo a organizarse a la oposición, era un síntoma de querer aprovechar una situación favorable en detrimento de la verdadera voluntad popular. Pero, contra esta opinión, los ensayistas José Antonio Marina y Mª Teresa Fernández de Castro, adujeron que el gobierno provisional actuó con buen criterio, decidiendo no prolongar esa situación de provisionalidad del ejecutivo del 14 de abril , de su Estatuto Jurídico y de la propia “juridicidad latente de la revolución”, a la que se refirió uno de los representantes socialistas en el ejecutivo, Fernando de los Ríos. Gerald Brenan, testigo de aquella época, nos advierte de que los resultados, otorgando una mayoría abrumadora a los grupos republicanos, especialmente a dos de los intervinientes en el Pacto de San Sebastián, republicanos de izquierda y socialistas, dejando en franca minoría a los monárquicos, dieron plena validez a la proclamación y la construcción del régimen republicano naciente. Por lo tanto, la victoria de la República fue una victoria plenamente legítima, aunque naciera de unas circunstancias particulares.

UNOS SÍMBOLOS MONÁRQUICOS PARA UNA REPÚBLICA
¿Por qué no decir unos símbolos nacionales desprovistos de parafernalia dinástica? El escudo adoptado por la República fue el del gobierno provisional de 1868, después de que la Revolución de Septiembre de ese año, la llamada “Gloriosa” destronara a Isabel II. Por entonces, el escudo nacional no tenía más que los cuarteles de Castilla y León, en forma ovalada y con la corona regia sobre tal óvalo. ¡Gloria sea dada al gobierno provisional y a la Segunda República por adoptar como escudo de armas del país un símbolo usado en exclusiva por los reyes, que simbolizaba sus dominios, como quien marca sus fincas, y reflejando así la realidad española, que no fue otra que su formación a partir de la unión de otros reinos más como los de Aragón, Navarra y Granada!
¿No será más bien que la monarquía constitucional actual copia a la Segunda República y decide usar como escudo nacional el mismo escudo que antes usaba la familia real, y que fue usado por el gobierno provisional primero y después establecido como escudo nacional entre 1931 y 1939 con el régimen republicano, sólo que incorporando los símbolos dinásticos, esto es, la corona real, las coronas que adornan los capiteles de las columnas, el escusón con las flores de lis borbónicas y las olas en la basa de las columnas que las asientan sobre el mar, mientras que en las versiones de 1868 y 1931 se asentaban sobre la tierra? Más parece, pues en las épocas de la monarquía, desde Isabel II -recordemos que antes de esta reina, la bandera era sólo usada en la armada y del escudo no tenemos noticia- no había otro escudo nacional que el ovalado.
Se afirma en “COSAS QUE NO TE HAN EXPLICADO…” que la coronal mural es un símbolo real. En realidad, la historia de la corona mural viene del Imperio Romano, en la que se otorgaba esta corona a quien saltara primero los muros de una ciudad. En las épocas modernas, la corona mural es la representación, efectivamente, de la ciudad, y tanto el gobierno provisional (como luego la Segunda República, en las representaciones de la “Mariana” española, difiriendo de la “Marianne” francesa en que la segunda lleva el gorro frigio y en que la primera lo lleva acompañado por la corona mural, y a veces incluso sin gorro frigio, como puede verse en algunos carteles republicanos de propaganda durante la guerra civil) decidieron adoptar la coronal mural por representar la soberanía ciudadana (“civitas”, ciudad en latín, y de ahí “civil”, “cívico”) y su supremacía, en claro contraste con la supremacía del poder regio. Superación, por tanto, de la dicotomía “súbditos” versus “ciudadanos” a favor de la segunda. ¡Ah! Afirmase, para afianzar la tesis de la corona mural como símbolo real, que esta puede verse en los escudos municipales de otros estados monárquicos. Esto, que no es cierto, pues observando varios escudos municipales de ciudades pertenecientes a reinos de nuestro entorno como Bélgica (Bruselas, Amberes, Malinas o Gante); Suecia (Estocolmo, Gotemburgo o Upsala); Luxemburgo (la capital o Dudelange); Dinamarca (Aarhus, Odense o Copenhague); Países Bajos (Alkmaar, Amsterdam, Rotterdam, Eindhoven, Haarlem o Groninga) o el Reino Unido (Manchester, Portsmouth, Oxford, Londres o Newcastle), sólo he encontrado coronas murales en dos ciudades del reino de Noruega: la capital, Oslo, y creo que Trondheim.
El único país de nuestro entorno donde existe, con profusión, la corona mural, es en nuestro vecino del oeste, Portugal, que es un estado republicano desde 1910. Prácticamente todos los municipios de Portugal tienen su escudo municipal presidido por una corona mural, y su bandera tiene la misma estructura. Es más: la bandera del municipio pacense de Olivenza es igual a la de sus municipios vecinos lusitanos, pues no en vano Olivenza formó parte hasta finales del siglo XVIII de Portugal, pero… ¡sorpresa!, el escudo oliventino no está presidido, como cabría esperar por todos esos siglos de historia común con Portugal y por tratarse de un municipio, por una corona mural, sino por una corona real, como sucede con muchos otros pueblos, villas, aldeas y ciudades españolas -excepciones, pocas: apenas Écija, Cartagena y pocos más-. No sé si esto es porque se desea desterrar la herencia portuguesa de Olivenza o porque se desea desterrar la idea de república que aparece asociada a la corona mural que presidió el escudo nacional durante la Segunda República.
Y ahora que hablamos de Portugal: también la República Portuguesa tiene un escudo que parte de un símbolo monárquico, que no es otro que el escudo de las torres y las quinas (las cinco quinas que aparecen sobre fondo blanco, representando las cinco victorias del rey Afonso Henriques sobre los musulmanes), al que, en su día, se desproveyó de la corona regia y se sobrepuso sobre la esfera armilar que simbolizaba la expansión portuguesa por los océanos. ¿Hicieron mal los republicanos portugueses por elegir un símbolo que formaba parte del imaginario colectivo portugués, otorgándole un nuevo significado con la llegada de un nuevo régimen? ¿Hicieron mal los republicanos españoles? ¿Hubiera sido mejor elegir un emblema, del tipo del de la República Francesa o de las repúblicas socialistas este-europeas, como fueron los casos de Yugoslavia, Hungría o la RDA? En cada caso, se tomó una determinada decisión, pero no creo, desde mi modesta opinión, que la decisión de los republicanos españoles de 1931 fuera una decisión desacertada, y si se critica la de estos, podemos hacer lo mismo con todos, sean los portugueses de 1910 o los franceses de 1870.
Pasando a la cuestión de la bandera, sí, es cierto que la Primera República estuvo presidida por la roja y gualda, pero eso no quiere decir que no hubiera entonces quien propugnara la tricolor. Sin embargo, no sería hasta más adelante cuando la opción de la tricolor para simbolizar el espíritu republicano y el cambio de régimen se hiciera más general y amplia entre los movimientos republicanos, por lo que a la hora de proclamar la Segunda en 1931 la tricolor -incorporándose a los colores tradicionales rojo y amarillo el morado, símbolo por un lado del legendario pendón morado de Castilla, confusión en realidad con la bandera del Tercio de Infantería de Castilla, el regimiento militar más antiguo de España, y por otro de los movimientos liberales y democráticos del siglo XIX, iniciándose con “Los Comuneros” durante el reinado de Fernando VII y con la bandera bordada por Mariana Pinada en el momento de su apresamiento por los guardias de este monarca absoluto, como comenta José Manuel Erbez en su artículo “La tricolor. Breve historia de la bandera republicana”- estaba mucho más difundida que en los años setenta del siglo anterior. Y no debemos olvidar que la Primera República usaba esta bandera, en cuya versión oficial aparecía con el escudo ovalado sin corona, de modo provisional, pues se estaba entonces realizando un proyecto de bandera inspirado en la triada francesa, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”.
Y puestos a hablar de símbolos monárquicos, nos olvidamos del himno de Riego, el himno oficioso de la Segunda República, el himno de la libertad por excelencia del siglo XIX español, que sin tener rango de himno oficial presidía no obstante las celebraciones oficiales, los partidos de fútbol de la selección y otros acontecimientos. El himno, compuesto en homenaje a Rafael de Riego, el coronel y luego general que se levantó contra el absolutismo de Fernando VII en Las Cabezas de San Juan y proclamó la Constitución de 1812, obra de Evaristo San Miguel. Fue himno nacional durante el Trienio Liberal (1820-1823), pero el desprecio hecho por la propia monarquía a Riego y los liberales que perdieron la vida, la libertad o su hogar tras la restauración del absolutismo, prefiriendo una marcha extranjera, prusiana, como es la Marcha Real, frente a un himno compuesto en Algeciras por un notable español, en homenaje a otro español y por la libertad de los españoles, con música además inspirada -según se comenta- en la popular danza del “Ball de Benás” o Baile de Benasque (Huesca) no deja lugar a dudas de que, ante ese desprecio por el espíritu de la libertad y esa preferencia por lo extranjero por parte de quienes dicen defender las esencias patrias, empezando por la propia monarquía, para los republicanos nos es siempre preferible el himno de Riego, por muy ratonero e incantable (al menos tiene letra) que sea.

UNA CONSTITUCIÓN SIN REFERÉNDUM
Aquí, en este caso, como en otros que vamos a ver a continuación, se ha decidido observar con parámetros del presente prácticas jurídicas del pasado, por lo que se incurre en el error de no observar ni dentro del contexto ni de las prácticas constitucionales del momento la aprobación de la Constitución republicana de diciembre de 1931.
La Constitución de 1931 se aprobó mediante una Asamblea Constituyente elegida por sufragio universal, entonces masculino, dejando la decisión sobre el sufragio femenino a la consideración de las futuras Cortes. Por entonces, pocos estados europeos y mundiales habían concedido el voto a la mujer, y España, en este sentido, se adelantó a naciones como Francia o Bélgica, y en muchos más años a Suiza o Portugal, estados en los que las mujeres no empezaron a votar hasta los setenta. La Comisión Constituyente de Cortes, en la que estaban representados todos los grupos políticos de la Cámara en función de sus escaños, redactó un proyecto acorde con las constituciones democráticas más avanzadas de la época, que por esos años eran las de México (1917), Alemania (1919) y Austria (1920), incluyéndose de acuerdo con estos modelos los derechos sociales, la abolición de la pena de muerte y los tribunales de honor, la autonomía regional, el tribunal de garantías constitucionales, la primacía del poder legislativo o el estado laico, entre otras novedades.
Curiosamente, ninguna de estas constituciones, así como en su día las Leyes Constitucionales francesas de 1875, eslabones jurídicos supremos de la III República de nuestro vecino del norte, al que los intelectuales, legisladores y políticos republicanos españoles se sentían particularmente cercanos, fue refrendada por referéndum, sino que se limitó a ser aprobada por las Cortes Constituyentes de estos países. Se consideraba entonces que el mandato popular recibido por los miembros de la asamblea constituyente era condición suficiente para que, una vez aprobada la Carta Magna en dicha asamblea, no fuera necesario someterla a votación ciudadana. ¿Era un pensamiento erróneo? Quizá sí, pero en cualquier caso las Cortes Constituyentes de la Segunda República no hacían más que obrar de acuerdo a como lo habían hecho otros países democráticos de su entorno, los cuales habían acometido una revolución republicana de similares características. Esto es, en definitiva, de acuerdo a los usos y costumbres de su época.
Es más: en 1947, después de tener lugar el referéndum que dio la victoria a la República en Italia y de convocarse elecciones para una Asamblea Constituyente que redactase una nueva Constitución italiana (aún hoy vigente, con modificaciones), la aprobación de la susodicha ley fundamental transalpina se realizó mediante la aprobación de la Asamblea en diciembre de ese año, promulgándose a los pocos días y entrando en vigor a partir del 1 de enero de 1948. No existió tampoco referéndum popular. ¿Fue menos democrática la Constitución italiana? ¿Lo fue menos comparativamente la Constitución republicana de 1931? Vemos así que es peligroso juzgar las cosas fuera de contexto.

LA LEY DE DEFENSA DE LA REPÚBLICA COMO INSTAURACIÓN DE UNA DICTADURA
No son pocos los ejemplos de regímenes democráticos que, en mayor o menor medida, han adoptado medidas que, en momentos de crisis o amenaza, han ido encaminadas a limitar el ejercicio de libertades públicas. Que estas medidas sean criticables no significa, sin embargo, que por ello se deba atacar la esencia misma del régimen democrático que preside el país salvo que de tales medidas se deriven indicios racionales para ello. Así, por ejemplo, tenemos en tiempos recientes el Acta Patriótica promulgada en Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, o, algo más lejanos en el tiempo, las medidas de excepción promulgadas por el gobierno británico en Irlanda del Norte como resultado del conflicto entre protestantes unionistas y católicos republicanos, la ilegalización de la OAS en Francia por parte de Charles de Gaulle en los años del conflicto por la independencia de Argelia o el Comité de Actividades Antiamericanas desarrollado en los Estados Unidos por el senador McArthy. Francia, Estados Unidos o Gran Bretaña eran todos ellos estados democráticos que, como explicó Ricard Vinyes en su artículo en Público “La invención de un silencio” adoptaron medidas antidemocráticas que no fueron contra la esencia del propio régimen, aunque sí que fueron, desde luego, medidas censurables e incluso dieron lugar a arrepentimientos recientes como el del premier David Cameron por la famosa matanza del “Domingo Sangriento” causada por el ejército británico en Belfast.
La Ley de Defensa de la República debe inscribirse dentro de estas medidas de excepción, con carácter además provisional, tal y como se establecía en las disposiciones adicionales de la Constitución de 1931, que limitaba su vigencia a la vida de las Cortes Constituyentes, es decir, como mucho cuatro años (que en la práctica quedaron reducidos a dos, pues fue derogada y sustituida por la Ley de Orden Público de 1932 antes incluso de que se convocaran las elecciones generales de noviembre de 1933). Y decimos que es una medida de excepción pues además surge en un momento particular de agravamiento del orden público (el primer bienio, de hecho, será una época agitada en cuestión de orden público, más incluso que la etapa del Frente Popular antes de la sublevación militar), tras la provocación monárquica del Círculo Monárquico Independiente de la calle Alcalá de Madrid y la quema de conventos de mayo, las huelgas de carácter insurreccional de la CNT o los enfrentamientos en Bilbao entre manifestantes socialistas y muchachada carlista, con disparos efectuados por estos últimos. Cabe preguntarse qué tipo de medidas habrían adoptado las derechas monárquicas y católicas para hacer frente a los movimientos insurreccionales propugnados por el sector faísta en la CNT, que hicieron que los moderados como Peiró, Pabón, Pestaña o López fueran expulsados de la organización, o en el caso de una insurrección antigubernamental como la de Sanjurjo en agosto de 1932. La respuesta es de todos conocida: se llama Bienio Negro.
Y nótese que las primeras voces críticas a la Ley de Defensa surgen en el propio seno de la coalición de gobierno republicano-socialista, de las filas del PSOE, lo que hará que sea derogada en septiembre de 1933, es decir, en tiempo muy anterior a su derogación automática con la extinción de la legislatura de las Cortes Constituyentes, prevista para junio-julio de 1935. Es cierto que se suspendió durante seis meses el diario “ABC”, pero no debemos ignorar que este periódico tuvo también algo que ver con la difusión de noticias falsas -uno de los supuestos en los cuales cabía actuar al ministro de Gobernación-, como era por ejemplo difundir como altercado de orden público, con la misma gravedad que un motín o una rebelión, una simple reyerta tabernaria. Pero la libertad de prensa estuvo entonces al nivel más alto jamás visto en la historia de España. Algunos datos, revelados por Gabriel Jackson o Eduardo Haro Tecglen, muestran que los medios de la oposición fueron particularmente críticos con Marcelino Domingo (ministro de Agricultura) por el problema triguero, Indalecio Prieto (Obras Públicas) por su apoyo a los mineros del carbón asturiano, comprando carbón del país en detrimento de la exportación de carbón inglés, o que Gracia y Justicia, el semanario satírico derechista, hacía burlas en sus viñetas a Macià y a Azaña, e incluso llegaron, sin ninguna base, a caracterizar al político alcalaíno de homosexual y de mantener una relación extramatrimonial con su cuñado, Cipriano de Rivas Cherif. Eduardo de Guzmán y Ramón José Sender fueron algunos de los periodistas y escritores que acudieron a Casas Viejas en 1933 para dar cuenta en crónicas al diario La Tierra de los luctuosos crímenes cometidos por la Guardia de Asalto y el capitán Manuel Rojas, de los que se quisieron hacer responsables último a Azaña y su director general de Seguridad, Arturo Menéndez.
Resulta curioso observar que con la dura Ley de Defensa de la República vigente durante el primer bienio los derechos individuales y la libertad de prensa estuvieran más protegidos que a lo largo del bienio radical-cedista, cuando ya estaba en pleno funcionamiento la más liberal Ley de Orden Público. Y es que, a lo largo de la mayor parte de este período, se estuvo bajo el segundo de los estados de emergencia previstos: el de alarma, que suponía la suspensión de las garantías constitucionales. Con sindicalistas detenidos, periódicos cerrados, otros funcionando bajo la estricta vigilancia de la censura y algunos otros secuestrados de hecho, como llegó a ser el caso de El Defensor de Granada, el diario republicano de la provincia nazarí, que “se perdía” por el camino mientras su rival católico y conservador, Ideal, llegaba a su hora, no deja de ser extraño a la par que sintomático de un tiempo el comportamiento de unas autoridades y otras.
Y no debe olvidársenos que en política, como en muchas ocasiones en la ciencia, se funciona a base del método de prueba y error. En 1936, el Frente Popular se presentó con un programa que incluía entre otros puntos el restablecimiento del principio de autoridad sin perjuicio del ejercicio de los derechos del ciudadano. Establecía que se redactaría una nueva ley de orden público, con objeto de evitar las arbitrariedades que el poder político había realizado en épocas pasadas. La República, aún en construcción, daba todavía pasos para un mejor asentamiento de los principios democráticos. No fue posible, sin embargo, llegar a establecer esta nueva ley tras la victoria de la coalición de izquierdas. La amnistía a los presos de la revolución de octubre, la validación de las actas y la repetición de las elecciones en las circunscripciones en las que hubo irregularidades, la reintegración de los despedidos, la aceleración de la reforma agraria y el rescate de bienes comunales, la reposición de la Generalitat y los ayuntamientos suspendidos en 1934, la preparación de las luego aplazadas elecciones municipales, la elección del nuevo presidente de la República, la concesión de la autonomía regional a Galicia y Euskadi y la acuciante cuestión del orden público con ecos de algarada militar llenaron los debates políticos de aquellos escasos meses que fueron de febrero a julio.

LA LEY DE VAGOS Y MALEANTES
Imaginemos que nos encontramos ante un conductor muy enfadado que se presenta en el concesionario donde se ha comprado su último coche y le dice al empleado “Oiga, vengo a reclamar porque el coche que me vendió no es en absoluto seguro, como me aseguró. Me he ido con él contra un muro a doscientos por hora y me he pasado una semana en el hospital. ¡Y el coche se ha quedado siniestro total!”
Pues más o menos esto es lo que se viene a decir con respecto a la Ley de Vagos y Maleantes de 1933, la llamada “Gandula” elaborada por Jiménez de Asúa y Mariano Ruiz Funes, dos de los mejores especialistas en Derecho Penal que había por entonces en España. Un instrumento que, utilizado de manera cruel y retorcida por el régimen franquista en un primer momento y modificada en 1954 al gusto de la moral reaccionaria de las autoridades del “Nuevo Estado”, acaba utilizándose para unos fines no previstos ni por la ley ni por los legisladores. Como la ley acaba dando frutos no deseados y moralmente censurables hoy día, pero no nos apetece ejercer la crítica al general y dictador Franco y su equipo por llevar a cabo tales acciones, se pone el foco no sobre el ejecutor, sino sobre el instrumento. Y como el instrumento fue obra de la República, la culpa de las perversidades es de la República.
La Gandula” o Ley de Vagos y Maleantes de agosto de 1933 fue quizá la única ley aprobada con el apoyo de todas las fuerzas políticas de las Cortes Constituyentes -a no ser algún artículo de la Constitución, como el referente a Madrid como capital de la República, y hasta pudo haber alguien que quisiera fijarla en Toledo, Basauri o Quismondo-, y se redactó con objeto de penar como delitos acciones que eran consideradas como faltas hasta entonces. ¿Qué actos? La mendicidad profesional y vivir de la mendicidad ajena, la explotación como mendigos de personas con discapacidad, el tráfico de estupefacientes, el proxenetismo, el suministro de alcohol a menores, el juego clandestino, el hurto reiterado, la toxicomanía o el alcoholismo. Cada uno de estos actos conllevaba una determinada pena, que podía ir desde la multa y la reclusión en instituciones especiales por un tiempo determinado en la propia ley (no inferior a un año y no mayor a tres o cinco años, en función de los supuestos), en las que el reo sería reinsertado a través de la enseñanza de un oficio -la administración asumía el compromiso de encontrar un empleo para el penado- a la acogida en las denominadas “casas de templanza” o institutos de desintoxicación en el caso de ebrios y drogadictos, pasando por la incautación del dinero y efectos en el de los estafadores o el alejamiento de las poblaciones y la obligación de comunicar a las autoridades el domicilio.
Estas medidas no se alejan demasiado de las que se han adoptado con el fin de atajar el carterismo hoy día, que hasta fechas recientes ha constituido una falta por tratarse de hurto y acababa con quien realizaba estos actos entrando y saliendo casi automáticamente de los calabozos. O iban también con objeto de erradicar prácticas que hoy están también a la orden del día, como la explotación por parte de mafias de mendigos a quienes arrancan la recaudación.
La gravedad del asunto devino de que, tanto en su época como en la dictadura franquista, la ambigüedad de los últimos puntos del redactado dio pie a actuaciones arbitrarias. Se contenía, así, en el redactado la posibilidad de calificar como “peligroso” a alguien que observara una conducta tendente al delito por su relación con malhechores o por frecuentar los lugares de reunión de estos. Así, esto causó que muchos sindicalistas, en especial durante el Bienio Negro, fueran detenidos en base a la Ley de Vagos y Maleantes. Al decretarse la amnistía de los encartados por la revolución de octubre de 1934, el órgano del PCE Mundo Obrero reclamó al gobierno del Frente Popular que se extendiera la amnistía a los presos políticos que habían sido detenidos en aplicación de “La Gandula”. El gobierno procedió a su liberación, así como a fomentar desde el poder el uso no político de la ley, de tal modo que se utilizase para los fines que había sido elaborada, esto es, perseguir a proxenetas, traficantes, carteristas, explotadores de menores y hampones varios. Por los datos manejados por el profesor Iván Heredia Urzaiz, de la Universidad de Zaragoza, al menos en esta ciudad, capital del anarquismo más puro, los escasos expedientes tramitados hasta la sublevación de julio muestran que la aplicación de la ley se realizó con tales parámetros.
Ahora bien, ¿qué pasó desde el final de la guerra civil? Las autoridades del “Nuevo Estado” franquista llevaron a cabo una aplicación de la ley muy diferente a la que Ruiz Funes y Jiménez de Asúa habían previsto en su día. En primer lugar, con la reclusión de los detenidos en las ultramasificadas cárceles de la posguerra por un tiempo indefinido y no por el tiempo máximo fijado en la ley, imposibilitando cualquier tipo de reinserción mediante la enseñanza y el trabajo o la cura de las toxicomanías que padecieran los reos.
En segundo lugar, con transferencia de la autoridad sobre el futuro de los reos y sus informes de buena conducta en lugar de los jueces delegados especiales de vagos a los funcionarios de prisiones, dado que los primeros pasaron a desentenderse de esta esfera de su competencia. Suponía la asunción de un enorme poder sobre la vida de los condenados por parte de los funcionarios y la dirección de la prisión, quienes, como asegura Urzaiz, “a través de sus observaciones y valoraciones podían influir en la puesta en libertad de todos los presos encarcelados a través de la Ley de Vagos”.
Y en tercer lugar, utilizándola de nuevo de modo partidista/ideológico, pues muchos de los mendigos profesionales que habían creado no eran otra cosa que republicanos o familiares de republicanos muertos o asesinados que, privados de propiedades, trabajo o cualquier otro medio de subsistencia a consecuencia de las incautaciones, multas y depuraciones profesionales, no tenían más alternativa que la mendicidad o la prostitución, tan extendida en el caso de las mujeres “rojas”. Así que se daba así una nueva oportunidad para encarcelar a los izquierdistas que no habían entrado en la cárcel o ya habían pasado por ella. Y por otro lado, aprovechando la ambigüedad del texto de 1933, y reflejándolo de forma clara en el de 1954, el régimen franquista pasaba a considerar como “maleantes” a los homosexuales, consideración que no estaba presente en el texto original, y que además no podría estarlo, pues en la reforma del Código Penal de 1870 emprendida por los republicanos y que dio origen a una nuevo en 1932, la homosexualidad dejó de estar penada.
El problema, por tanto, no es la ley de 1933. Es el uso que acabó haciéndose de la ley de 1933.

LA TERRIBLE CENSURA DE LA REPÚBLICA
¿Censura de escenas de procreación de abejas? ¿De escenas de homosexualidad?
Hombre, de esos datos concretos no disponemos, pero lo que sí podemos asegurar es que resultan poco menos que inverosímiles. Como hemos mencionado anteriormente, la República despenalizó la homosexualidad y el clima de tolerancia de la calle con respecto a este tema era mucho más libre que en la época inmediatamente anterior. Además, censurar escenas de abejas cuando circulaban de forma libre novelas eróticas en las librerías de viejo -recordemos el comentario de los dos adolescentes en “Las bicicletas son para el verano”, de Fernán Gómez- o las postales pícaras de Haro Tecglen en “El niño republicano” es cuando menos de una incongruencia atroz.
¡Ah!, Ahora que menciono a Haro… Una anécdota ilustrativa de ese ambiente liberal fue que un niño como él, cuando después de la guerra fue solicitado en la escuela a que hiciera el comentario de una obra literaria, optó por hacer la de la polémica “Yerma”, de García Lorca. “Yerma”, escrita y publicada en los años del primer bienio y estrenada con gran escándalo de las buenas gentes en 1934, hablaba del drama de una mujer estéril. Cuando aquel inocentón de niño que era Haro entregó el comentario, cual no sería su sorpresa al ver que el profesor rugía: “¡¿Pero tú estás loco!? ¡¿Tú crees que puedes andar escribiendo de estas cosas?!” El pobre Haro pensaba que todavía, como en los años de la República, se podía hablar de “Yerma”.
Yendo a datos concretos, en el especial “España amanece republicana” editado por Público con motivo del 80º aniversario del 14 de Abril, se puede ver que la tijera republicana fue la más laxa habida en la historia de España hasta la desaparición de la censura en 1976. Un porcentaje mínimo de las películas estrenadas en España contenía escenas suprimidas, e ínfimo era el porcentaje de películas prohibidas. Entre estas, “Las Hurdes: Tierra sin pan”, de Luis Buñuel, un encargo del Ministerio de Instrucción Pública del gobierno republicano-socialista que acabó por ser tragado por el olvido por parte de las autoridades radical-cedistas, en uno de los escándalos de censura más flagrantes jamás vistos. El ejecutivo que encarga a un artista una obra eminentemente documental rechaza luego aceptar sus compromisos. ¡Bravo!
Y volvemos a reiterar: hasta no hace muchos años, menos de los que nos imaginamos, otros países democráticos han tenido tijeras para recortar las publicaciones y las obras cinematográficas. Quien haya visto Cinema Paradiso puede ver como el cura del pueblo censuraba los besos, sintomático del ambiente católico de una Italia en transición. O si no, la disparatada Porky’s II, en la que unos cuantos lunáticos ultrarreligiosos tratan de boicotear la representación de Shakespeare por parte de los alumnos de un instituto norteamericano, bajo la premisa de que es un atentado contra la decencia, al tiempo que actúan en connivencia con unas autoridades locales que se reúnen para ver porno clandestinamente en los sotanos del ayuntamiento. Puede que sea una locura de película, pero no deja de reflejarse en ella la realidad de un tiempo en la que la moral pacata y la censura estaban presentes incluso en la cuna de la revolución liberal y de las luchas por las libertades cívicas, los EE.UU.

Dejo la tarea por hoy. Quedan otros aspectos descritos en el artículo, pero incurren en la misma falta de sentido y sensibilidad (perdóname Jane Austen) que los anteriores. Espero que, parafraseando a Manuel Portela Valladares, todo lo escrito aquí sirva para que la conducta de cada cual le deje en el lugar que le corresponde.



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