domingo, 5 de febrero de 2012

OFICIOS ESTELARES: SALVADORA MOYA JIMÉNEZ

OFICIOS ESTELARES

SALVADORA MOYA JIMÉNEZ:

ACNURIZANDO LA CIUDAD


Conocí a Salvadora un poco por casualidad, una de esas casualidades felices que surgen de vez en  cuando (si es que la vida, como escuché decir a José Saramago, no es acaso todo casualidad, como ocurre en su fábula “La balsa de piedra”) y nos iluminan la vida.
Acababa de salir del metro de Nuevos Ministerios y caminaba por la calle Orense, a espaldas de los edificios ministeriales y entre la multitud que entraba y salía de las tiendas y oficinas de alto nivel o del centro comercial adyacente. Salvadora, junto con otros compañeros dedicados al oficio nada agradecido de la captación de socios para organizaciones no gubernamentales (por la desconfianza de los viandantes, por la prisa, porque nadie se para, por el esfuerzo en tratar de convencer de los medios y fines de la organización a la que representan…), sobrellevaba entre los charcos que espejeaban las aceras la penuria de chocar con la indiferencia de transeúntes embolsados.
Y, como si estuviéramos destinados a conocernos, fue un hecho el que condujo al otro. Por entre los soportales de los edificios más próximos a la boca del metro, más o menos frente a Agustín de Betencourt, la miraba con una cierta curiosidad, pues me recordaba a una amiga que vivía por allí, sólo que unos cuántos números más lejos y que también trabajaba en el ámbito de las ONG’s. Debió ser tanta mi insistencia en la observación que al final fue ella misma la que se dirigió a mí. Tuve que contarle que, efectivamente, me recordaba a esta amiga (¿quizá a un gran amor de una vida anterior?).
Por circunstancias diversas, relacionadas con el trabajo, o más bien con la falta del mismo, tuve que solicitar mi baja como socio de ACNUR, el organismo de Naciones Unidas para el cual la propia Salvadora estaba captando socios en aquella mañana húmeda de la calle Orense. En aquellos momentos, cobraba la ayuda al desempleo de los cuatrocientos euros y no me importaba prestar mi ayuda a una organización que, de haber existido antes, mucho antes (antes incluso de la fundación de la propia ONU) hubiera evitado la catastrófica imagen de miles de españoles exiliados y malamente ubicados por el gobierno francés en las playas de Argelés-sur-Mer o en las costas de Argelia, vigilados por gendarmes y soldados senegaleses que sólo tenían un poco de mejor consideración para muchos franceses que aquella “canalla española” que había perdido una guerra contra el mismo enemigo al que tendrían que enfrentarse. Si bien ya existía una agencia de la Sociedad de Naciones para los refugiados, el hecho de que el funcionamiento de la misma estuviera más que desacreditado en aquellos años y no hubiera impedido las guerras de España o la chinojaponesa o las invasiones de Austria, Etiopía o Checoslovaquia hacía pensar en que poco podía actuar en favor de los republicanos españoles.
Obviamente, refugiados internos y externos existen por muchas causas y por muchas derivaciones incluso políticas, pero el impacto de aquella masa de compatriotas en el puerto de Alicante o en la frontera de Le Perthus, fue para mí una imagen tan poderosa que me hizo, en su día, pensar de inmediato en la utilidad –más aún, necesidad– de que existiera algo como ACNUR. Cualquiera tiene su propia imagen: los refugiados bosnios, los desplazados de los tiempos del estalinismo en la URSS, los ruandeses que huían de la violencia étnica, los somalíes que lo hacen hoy en día del hambre… y, sin embargo, ¡qué extraño es que todas esas imágenes resulten la misma!
Lejos de aquellas elucubraciones, lejos de aquellas realidades que ensombrecieron España en el pasado y ensombrecen el mundo hoy en día, la imagen de Salvadora, alegre, vivaracha, soñadora, medio madrileña medio andaluza, treintañera con un algo de niña en su interior, era una estupenda carta de presentación para pensar que es posible un mundo mejor.
Ni siquiera cuando, en una extraña cabriola al firmar mi alta de socio, un libro que había tomado prestado de la biblioteca de La Guindalera, apareció flotando en el posiblemente charco más profundo de la acera, era posible enfadarse con ella (autora indirecta o colaboradora en el chapuzón). Lo más gracioso fue, en ese momento, recordar la cara de una mujer que pensó que el libro era una granada de mano. No nos extrañó que se diga que la poesía es un arma (cargada de futuro, eso sí).
Contacto de vez en cuando, sobre todo de modo virtual, con ella y sigo teniendo de Salvadora la misma imagen de extraordinaria persona, de las que convierten el mundo en un lugar menos extraño, menos ancho y ajeno, por tomar, trastocado, el título de la novela de Ciro Alegría. No dudo en que, con mayor o menor dificultad pero con un entusiasmo y una alegría así, los promotores de ACNUR acabarían consiguiendo que la ciudad se “acnurice”. El mundo bien lo merece.

ACNUR

ACNUR son las siglas del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (UNHCR en inglés), agencia de las Naciones Unidas creada en 1950 (cinco años después de la Conferencia de San Francisco que dio origen a la propia ONU) y encargada de proteger a los refugiados y desplazados por persecuciones o conflictos, y promover soluciones duraderas a su situación, mediante el reasentamiento voluntario en su país de origen o en el de acogida.
El impacto de la Segunda Guerra Mundial aún se dejaba notar en la época en que comenzó a funcionar, de tal modo que en 1950 el estatuto de la oficina del Alto Comisionado establecía que, para un plazo de tres años, ACNUR tenía como mandato el ayudar a reasentar a más de un millón de refugiados europeos que aún estaban sin hogar como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el inicio de nuevos conflictos como el de Corea en 1954 acabó por hacer de la labor de ACNUR un continuo en el tiempo. En total, hasta principios del siglo XXI, ha proporcionado asistencia a más de 111 millones de refugiados y desplazados. A finales de 2009, la población total bajo el amparo de ACNUR era de 40 millones de personas, en países de todo el mundo, principalmente de Asia Central y el África negra.
En la actualidad, el Alto Comisario es el ex primer ministro portugués António Guterres, y alrededor de seis mil funcionarios de Naciones Unidas trabajan en esta agencia, además de millares de voluntarios repartidos por todo el mundo.

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